El pasado lunes, este periódico publicaba un artículo titulado ‘El ciudadano informa’, en el que el periodista y escritor Alfonso Trulls ponderaba las, para él, muchas y variadas virtudes del ‘periodismo ciudadano’, que es, según mi punto de vista, una de las falacias más extendidas en el mundo del periodismo actual.
El ‘periodismo ciudadano’, según sus defensores, es aquel que está al alcance de cualquier persona que tenga un teléfono inteligente con el que pueda difundir mensajes. Comoquiera que hoy los mensajes se han multiplicado exponencialmente, y prácticamente todos participamos en redes sociales y nos convertimos en emisores de cualquier cosa, algunas de ellas con relación a la actualidad política, social, etc.… pues ya somos periodistas ciudadanos.
El problema es cuando a ese fenómeno se le quiere otorgar la categoría no sólo de periodismo –es decir, de actividad profesional que consiste en emitir informaciones, mensajes, datos… ordenados y contextualizados de interés público bajo unas reglas deontológicas–, sino, como hacía Alfonso Trulls, se le presenta como el ejercicio que ha supuesto algo así como el ‘asalto a la Bastilla’ del más o menos anquilosado periodismo actual. Según Trulls, los medios de comunicación, digamos, tradicionales, así como las empresas periodísticas, son una especie de entes censores y manipuladores de la realidad que tienen secuestrado el cerebro de los ciudadanos. Afortunadamente, de todo ello nos salva el ‘periodismo ciudadano’, gracias al cual “la prensa escrita y los informativos estatuarios de la televisión fueron superados por el activismo cívico de la red”; gracias al cual la opinión pública ha empezado “a perder el respeto a los mensajes seleccionados –modificados o censurados— por las jerarquías de editores de prensa y televisión”; y gracias al cual “la información veraz, dinámica e independiente que el lector demandaba, se podía encontrar, por fin, a través de la conversación mantenida en la mensajería instantánea de los dispositivos móviles y en los ‘post’ de las redes sociales”. Todo eso se decía en el citado artículo del lunes.
¡Qué pena que Trulls confunda la gimnasia con la magnesia! Alfonso Trulls refiere como una de las cumbres del ‘periodismo ciudadano’ los miles de mensajes y de imágenes que enviaron los ciudadanos que tuvieron contacto directo con la tragedia del 11 de Marzo. Esos miles de mensajes y de imágenes fueron muy valiosos, qué duda cabe, y ningún periodista que se precie dejará de darle la importancia que merecen, pero una pregunta basta para poner en su sitio a ese poco menos que hallazgo revolucionario que supone el ‘periodismo ciudadano’: ¿esas imágenes, esos mensajes que enviaron quienes vivieron muy de cerca los atentados del 11 de Marzo colman las necesidades informativas de la sociedad sobre esos sucesos? ¿Todo el 11 de Marzo está explicado en esas imágenes y en esos mensajes? ¿Se puede conformar una sociedad democrática con el material espontáneo y desordenado que se emitió en los minutos y horas posteriores a la tragedia? La respuesta es, obviamente, no. Entonces, no confundamos las cosas: no existe el ‘periodismo ciudadano’. Existe la discusión pública, el intercambio de mensajes, de pareceres, de puntos de vista sobre un asunto de interés. Existe la socialización de los emisores. Y existe la oportunidad de encontrarse con un asunto noticioso, registrarlo y difundirlo –que, insisto, puede tener un enorme valor periodístico–, pero eso no quiere decir, ni mucho menos, que esos emisores sean periodistas ni que hagan periodismo. Ni mucho menos que ese ‘periodismo ciudadano’ responda a las exigencias informativas de la sociedad ante la complejísima realidad que nos rodea. ¿Los ‘papeles de Panamá’ son obra del ‘periodismo ciudadano’ o de periodistas especializados, profesionales y rigurosos?
¿Recuerdan la espeluznante cogida que sufrió José Tomás en la plaza mexicana de Aguascalientes? También recordarán la suerte que tuvo el torero porque un subalterno de la cuadrilla de El Payo, llamado Diego Martínez, metió su puño en el boquete que le había hecho el toro a Tomás y taponó la herida. En ese preciso momento, Diego Martínez hizo espontáneamente lo que hubiera hecho un médico, pero esa decisión, que tuvo una importancia extraordinaria porque posiblemente salvó la vida al torero, no lo convirtió en médico. Pues eso mismo pasa con el ‘periodismo ciudadano’: el hecho de que alguien esté en el momento justo y que registre el acontecimiento informativo relevante y lo difunda no lo convierte en periodista. Lo convierte en el autor de una imagen, un mensaje… decisivo para entender qué paso en tal situación. Pero de ahí a que esa persona tan oportuna sea periodista va un trecho que no lo salva ni el mejor teléfono inteligente. Todos sabemos que un reloj parado da dos veces al día la hora exacta. Pero para que ese reloj sea útil, hay que darle cuerda. Esa es la diferencia entre un ‘periodista ciudadano’, y un ciudadano periodista, es decir, alguien que se dedica profesionalmente a explicar la realidad. Y no porque ‘pasara por allí’, sino porque busca, elige, valora, estructura, expone, explica…la realidad. Después gustará a unos más que a otros.
El 11 de Marzo de 2004, podría haber en Atocha muchos ‘periodistas ciudadanos’ ocasionales a los que les había tocado la inmensa mala suerte de asistir al mayor atentado terrorista de nuestro país. Pero al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, quienes había en Atocha no eran esos ‘periodistas ciudadanos’ que resultan tan decisivos para, según Alfonso Trulls, conformar una opinión pública libre, sino ciudadanos periodistas profesionales, cuyas informaciones no serían tan impactantes como las fotos crudas de la tragedia caliente que tomaron los primeros, pero que sirvieron, y todavía sirven, para que la opinión pública sepa qué pasó, cómo pasó, por qué pasó y qué consecuencias tuvo, y tiene todavía, ese atentado. Yo, qué quieren que les diga, prefiero a estos periodistas. Si tuviera que depositar el derecho a la información que constitucionalmente tengo en los ‘periodistas ciudadanos’ estaríamos aviados. Como para fiarme de la hora que me da un reloj parado. Sólo acierta de casualidad.