Como saben, la pasada semana celebramos el Día de la Libertad de Prensa. Mi artículo del último martes hacía referencia a él. Lo recuerdo ahora no porque quiera volver sobre lo mismo, sino porque ese día me encontré con algunos colegas de los que me sorprendió que pusieran en duda la existencia en nuestro país de la libertad de Prensa, lo cual para mí está fuera de discusión como lo está que en España disfrutamos, merced a nuestro sistema constitucional, de otras libertades, como la de expresión, manifestación, huelga o participación política. Otra cosa es que las libertades citadas estén siendo recortadas, o sufran amenazas (la ‘ley mordaza’, sin ir más lejos). O quienes nos encargamos de gestionar alguna de ellas, como los periodistas la de Prensa, cumplamos o no con nuestro deber y estemos o no a la altura de lo que se nos exige. Pero libertad de Prensa hay en España. Basta para comprobarlo que no escasea la gente con poder que insulta a los periodistas cuando publican algo que no les gusta. Cuando no había libertad no los insultaban; mandaban directamente a la policía a buscarlos.
Pero, como decía, no quiero hablarles de la libertad de Prensa, sino de ese descreimiento en torno a las libertades que tenemos. A veces tengo la sensación de que esa posición desapegada es más un gesto propio de un diletante que fruto de la reflexión y la experiencia. Un ‘postureo’. Como si afirmar que nuestro país es democrático y que sus ciudadanos gozamos de un sistema de libertades, más que un motivo de satisfacción por este logro colectivo, fuera una declaración de conformismo. O de algo todavía peor: de una cierta relajación moral, algo así como dar por bueno que, llegado el caso, los principios flaquean, de modo que admitir que en España hay libertad sería estar de acuerdo con ‘el sistema’ y, por tanto, con sus trampas, mientras que rechazar la existencia de esas libertades por no tener el grado de pureza que merece nuestro alto rasero, aunque las practiquemos con toda tranquilidad, fuera mantener una posición de gallarda rebeldía.
La realidad es, para mí, justo lo contrario, de tal manera que la pretendida superioridad moral que reclaman para sí algunos de los que practican esa aparente actitud insurgente –que se resume en algo así como: “esta democracia es una mierda; no hay libertad de Prensa ni de nada”– esconde el conformismo de no empeñarse en el modesto afán diario de mejorarla. Seguramente porque no la aprecian lo suficiente, que es precisamente la misma actitud que la de los que tratan por todos los medios de empobrecerla.
Antonio Muñoz Molina, en su ensayo ‘Todo lo que era sólido’, advierte con agudeza del error en que caemos cuando sólo reparamos retrospectivamente en lo que teníamos, mientras que se hace invisible en el momento de tenerlo. Así nos puede ocurrir con este sistema democrático, delicado y siempre en España expuesto a ser fugaz: que empecemos a añorarlo cuando lo perdamos por no saber verlo mientras lo tenemos. No saber verlo es no saber defenderlo. O no querer, que es una de las variantes más cínicas de la ceguera.