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Testamento de un ahogado

 

Omitiré las causas de mi desgracia. La serie de motivos y consecuencias que me empujaron a esta situación, son acaso diferentes a las de otros personajes análogos en el cine o la literatura. Más que a una tendencia a la filantropía, a descubrir nuevos parajes, vírgenes al tacto de los hombres, o a un arrebato de heroísmo, mi partida se debe a impulsos mucho menos loables. Me cuidaré por ello de hacer referencias a Stevenson o de pretender pasar por rey de una Ítaca amenazada, pero lo cierto -por aciago que esto sea- es que estoy aquí, rodeado de agua, abrasado por un régimen de sol totalitario, en una barca que ya no en más que un trozo de madera a la deriva.

 La justificación de este texto puede encontrarse, más que en la humana necesidad de perpetuarse ante la certeza de una muerte inminente,  que se retrasa –no recuerdo los días y las noches que llevo sin ingerir ningún tipo de alimentos ni agua, aparte de la orina que va circulando de mi estómago a una lata, de la lata…-, en la firme intención de legar en testamento todos mis bienes y posesiones, que de otra manera quedarían exentas de amo, expuestas al arbitrio de los lobos del olvido. Como no tengo familia, ni nadie que pueda contener una mueca de odio al escuchar las silabas de mi nombre, y tampoco más posesiones que la tabla en la que floto y grabo este texto con la hebilla del cinturón, y…  -porque no decirlo, la lata en la que bebo y meo-, he decidido tras mucho sopesar, elegir como heredero universal en mi testamento, al supuesto destinatario del mismo, esto es, al hipotético lector que en el futuro posase por vez primera su mirada en estas líneas, en estos signos que ahora grabo con la hebilla y la intención de que algún día sean descifrados.

 Lejos de carecer de valor, a pesar de lo que pueda parecer a primera vista por la precariedad material del contingente, mi herencia es rica en contenido para aquel que pueda extraer de entre sus caracteres, las coordenadas precisas de la riqueza. Esta tabla, que como último reducto de un precioso barco que fuera la envidia de cualquier mercader veneciano de la serenissima repubblica, ha sobrevivido a marejadas y tormentas, a los ataques furiosos de cachalotes infames, al salitre y a su nítida podredumbre, recoge el testimonio de los prodigios –involuntariamente- por mi presenciados en los lugares más remotos. Sobre ella vi los puertos de los negros, en los que enormes embarcaciones europeas  cargan diamantes y coltán y descargan barriles tóxicos de material radioactivo, bordeé cabos invadidos por el gótico flamígero y la piorrea, evité arrecifes de luz cuyos nativos adoran deidades zoroástricas, huí remando con manos y piernas de islas habitadas por amazonas hedónicas con sexos extensibles –aunque puede que esto último fuera una alucinación provocada por la insolación, la falta de agua, y la soledad-, y así pasé incontados años vagando como un náufrago premeditado, en esa representación de agua y gases que es el mar. Cualquiera que crea que divago o que incurro en falsedades, sólo tiene que procurarse una tabla y hacerse a la deriva, indefinidamente, para comprobar que no miento.

 La falta de espacio para seguir escribiendo, y el cansancio que me vence -tal vez definitivamente-, me obligan a concluir: de modo que me dirijo a ti, destinatario, hipotético lector que ha dejado de ser hipotético, tú que ves en presente esto escribo desde un tiempo pasado, en algún lugar pretérito, tú a quien no conozco y que eres además mi único heredero, el testamentario de estas palabras que ahora lees y que son mi única fortuna… ahora que soy pasto para peces, que acompaño a las esponjas en su hieratismo exasperante, ahora que yazgo como un adorno efímero, en la superficie horadada del fondo marino.

Nota: El presente texto fue hallado en una pequeña balsa de madera, recogida por el servicio de limpieza de costas de Miami, a unos diez quilómetros de la playa. Traducido íntegramente del original, en gallego, por Xosé de Castro, del departamento de traducciones de la U.M., salvo unas siglas en la parte inferior -probablemente las iniciales de su autor- que han sido rayadas hasta impedir su legibilidad.

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