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Un tesoro inadvertido

  “El afortunado hallazgo de un solo libro puede haber cambiado el destino de un hombre”
Marcel Proust

 

 El pueblo era extrarradio derruido de establos y chavolas, donde se hacinan el hambre y el miedo, las bestias y la tuberculosis. Era enjambre de niños rapados y ausentes que vagan como autómatas entre un disparate de escombros. Era centro pétreo de solariegas casas blasonadas, de uniformes azules y mantillas, de balcones floreados donde hermosean altivas las banderas de los vencedores. El pueblo era, cómo no, de un color sepia, como toda la posguerra, de un sepia tirando a mierda, un sepia sucio de tisis y tratos vejatorios, de tumbas improvisadas y malos sentimientos, de un sin fin de humillaciones y miseria, de militares bajo palio que procesionan como héroes a sus caídos.

 Pepín Fernández “el pupas”, era uno de esos niños, también sepia, que se iban al catre sin cenar, y dormían y soñaban sobre un jergón de paja. Un niño como tantos otros de los que entonces se iban al catre sin cenar, y dormían y soñaban -sobre todo con comida- sobre un jergón de paja. Niño labriego y desescolarizado, -al maestro tuvieron que matarlo por rojo y  masonazo que era el hijoputa, decían en el pueblo- más tímido que triste, más cansado que niño, empleaba sus pocas horas libres en buscar como un poseso en la montaña, un tesoro que decía, veía en sueños. Claro que en el pueblo nadie lo creía, porque como era insoportablemente tímido lo tomaban por loco o tonto, -los niños de la guerra ya se sabe- y Pepín últimamente que no dejaba de hablar de tesoros escondidos, y de sueños y cosas raras, mientras se rascaba las pupas de la cabeza curadas con azufre, y miraba el vacío.

 El caso es que había dejado de jugar a maquis o fusileros con El Rata y Buenaventura – que no me llaméis Buenaventura coño, que ahora me llamo Paquito- y de robar por las noches melones en lo del Lucio, y hasta de obligar al Sonso a hacer de cura para apedrearlo, porque el Sonso era monaguillo el muy mierda, y además mariconeaba un poco. Ahora sólo vagaba por la montaña con los ojos casi en blanco y las pupas de la cabeza levantadas. Andaba más bien distraídamente, como sin buscar, esperando tal vez algún indicio, un arrebato de la sangre, o una señal divina que le indicase el camino, el lugar exacto donde adentrar sus manos.

 En el pueblo se extrañaron al principio, pero pronto terminaron por obviar o ignorar el fenómeno, puesto que eran gentes acostumbradas a todas las atrocidades que ampara una guerra, y habían perdido cuanto menos, la curiosidad y la capacidad para la sorpresa. Rápidamente la familia de Pepín, que consistía en una sola tía enfebrecida de hijos y pobreza, fue dando al chaval por perdido, y hasta el Sonso, en el fondo, se alegraba un poco, porque ya no tenía que esconder la merienda que le daban de monaguillo, ni hacer de cura apedreado, porque con el Pepín en la montaña, El Rata y Paquito/Buenaventura, no tenían cojones.

 Un buen día, el extraviado, como habían comenzado a llamarlo tan socarronamente en el pueblo, bajó corriendo de la montaña con los ojos desorbitados y un legajo de papel entre las manos sucias de tierra, gritando: lo encontré, lo encontréé, lo encontrééééé! Dos campesinos polvorientos, que descansaban con sus cargas en una sombra, interpelaron al niño: a ver Pepín, qué carajo traes ahí, y Pepín le entregó el gastado legajo manuscrito de oscuros signos indescifrables para aquellos hombres, analfabetos como él, que no le concedieron ningún valor, ni el más mínimo interés. Uno de ellos, cansado del campo y de la guerra, de la hoz y los nacionales, hizo trizas el legajo y abofeteó a Pepín, que quedó en cuclillas, llorando, mientras recogía los pedacitos y musitaba: mi tesoro, mi teso…

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