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Survival on Christmas

 Las calles, decoradas e iluminadas con esa parafernalia anual de motivos navideños, eran un hervidero dónde los consumidores se agolpaban frente a escaparates y comercios, poseídos de ese afán impuesto de comprar y comprar, en el que el hecho de pagar, de adquirir un objeto por inútil o innecesario que este sea, les hace tal vez sentir que “son”, que existen en este mundo.

 Entre ellos, Saturnino Fernández –que de alguna manera ha de llamarse el héroe de nuestra historia, o mejor dicho, el antihéroe, que los héroes resultan casi siempre pretenciosos y aburridísimos- cojo, flaco, cuarentón y sentimental, se dirigía hacia unos grandes almacenes con esa ilusión amarga, con esa esperanza triste que deben sentir los parados de larga duración al encontrar un empleo precario, que por unos pocos días, asigne una dirección concreta a sus pies.

 El caso es que Saturnino era uno de esos cuarenta mil “afortunados”, que de entre los casi seis millones de parados del país, había encontrado un empleo en el sector servicios para la temporada navideña. Y uno de los pocos hombres además, pues para estos menesteres del comercio, suelen preferirse mujeres lo más jóvenes y bellas posible, según los cánones insulsos y estandarizados de la época.

 El gentío, perfumado y engalanado, abarrotaba las aceras y avenidas hablando de sus cosas, esto es, de la crisis – siempre la crisis- o del fracasado Apocalipsis Maya, que días atrás había causado paranoia y consternación. Claro que no a Saturnino, que con mujer y tres hijos, la nevera vacía y los cajones repletos de facturas impagadas, bien hubiese deseado que fuera cierta toda esa rumorología apócrifa del final de los tiempos.

 Al llegar por fin al hipermercado, se dirigió al punto de información, y tras identificarse, un segurata gorilón y pelado, con gesto ceñudo y sin mediar palabra, lo condujo a un vestuario donde se apilaban cajas de excedentes o de promociones de regalo, como cestas navidad y cosas así, y en una esquina, dentro de una cochambrosa taquilla, asomaba colgado de una percha su nuevo uniforme de trabajo: un roído traje de fieltro de Santa Claus, o como decimos en España de forma espantosa, de Papá Noel.

 Se vistió pausadamente, intentando ajustar aquel enorme traje a su escuálida fisonomía, remangándose los puños y los bajos del pantalón, colocándose la barba que se le caía de un lado y que olía a tabaco negro y a saliva. No pudo evitar sentirse estúpido, ridículo ¿Cómo había podido llegar a esto? Si hasta hace poco disfrutaba de un empleo de verdad, puede que mileurista y esforzado, es cierto, pero al menos el mono de mozo del almacén donde había trabajado siempre, aunque sucio, era de su talla.

 Comenzaron a temblarle las piernas, y una sensación de vértigo, un azoramiento interno, se apoderaba de su aliento, de su pulso. Miró en derredor, y entre las cestas de regalo distinguió lo que parecía ser una botella de anís. No acostumbraba a beber, pero no se sabe porque extraña razón, porqué impulso desesperado, tomó la botella y comenzó a empinarla dando tragos sucesivos. El licor le calentaba la garganta y el estómago, y poco a poco, las piernas dejaron de temblarle y la sensación de miedo se iba diluyendo con la bebida. Se echó el saco de caramelos al hombro, y agarró la campanilla dorada dispuesto a salir, pero antes, un trago más, o tal vez dos, o tal vez tres…

 Al rato, por los pasillos del centro comercial, los montones de gente  se dispersaban para abrir paso a un Santa Claus famélico y mugriento, que tambaleante gritaba el típico: ¡¡Jouuu, jouuu, jouuu!! mientras tañía la campanita, arrastrando la pata coja y la borrachera, agarrándose a cada poco a los estantes para no caerse. Sin escandalizarse demasiado los compradores seguían removiendo los cúmulos desordenados de ropa, como autómatas, al ritmo techno y machacón, diseñado para aumentar el consumo en las grande  superficies. Sin saber bien porqué, venían a la mente de Santa, es decir, de Saturnino, imágenes desteñidas de su infancia, de la infancia menos lejana de sus hijos, de su esposa afanada siempre en sus labores interminables, y una especie de congoja, como una bola que le obstruía la garganta, lo precipitó en una llorera blanda, en un gimoteo apenas perceptible.

 De pronto, una mano lo zarandeó del hombro como quien agita al viento una prenda vieja. El segurata, fuera de sí, lo arrastró hasta la puerta gritando improperios: ¡Maldito borracho!, ¿para eso crees que te pagamos, para que te bebas nuestras botellas y vayas por ahí molestando a los clientes? Y lo arrojó a la calle con todas sus fuerzas, quedando éste boca abajo, en una torsión imposible entre un fotomatón y una maquina de bolas, mientras los niños, impasibles, le pasaban por encima.

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