Por Antonio Gilgado
Sara anda estos días hecha un lío. Sheyla, su compañera de clase y vecina de pupitre de primero del colegio, le dijo el otro día en el recreo que no podía comer el bocadillo de jamón que le ofreció porque es “árabe”. Nunca había escuchado esa palabra y la respuesta le angustió. Al llegar a casa quiso salir de dudas. “¿Ser árabe es malo?”, le preguntó a la madre mientras servía la comida, que ya tiene los reflejos entrenados a las preguntas directas que lanzan por sorpresa los niños de ocho años. Antes de llegar al postre, la madre le había explicado que se trata de una religión distinta a la suya, que su amiga no hará la comunión el año que viene y que probablemente en casa hablen en otro idioma.
A Sara, la respuesta materna tampoco le ayudó mucho. Siempre había visto a su amiga igual que ella. Van a la misma clase, hacen los mismos deberes y les gustan los mismos dibujos en el Clan. No termina de ver la diferencia. Quizá porque la diferencia empieza a notarse conforme uno pierde la inocencia. Afortunadamente, Badajoz, como Sara, todavía no ha perdido su inocencia. En la ciudad conviven sin problemas gente de distintas religiones y procedencia. Ahora que a los inmigrantes irregulares les han dado la patada de los centros de salud y a nadie, salvo a ellos mismos claro, le importa, o que en Francia y Holanda los partidos xenófobos se cargan de razones para alardear de patriotismo, no viene mal recordar que hay sitios donde el imán de la mezquita felicita la Navidad a sus vecinos, a los inmigrantes sin trabajo se les da comida en el banco de alimentos o hay una niña de nueve años que lo de ser árabe le suena a chino.