Por Antonio Gilgado
A José le preguntan todos los días por sus hijos. Lleva años sin verlos, pero sus interlocutores saben que le encanta hablar de ellos.
A Salima le hablan de Brasil, su país de origen, del que se fue cuando apenas había cumplido la mayoría de edad para buscarse una vida mejor. Llegó a Badajoz casi sin hablar español. A Pedro le dicen que se busque una nueva novia porque se le va a pasar el arroz. Pero ni José ni Salima ni Pedro hablan con amigos o familiares.
Les cuentan sus problemas a desconocidos. Probablemente ellos no saben quiénes son en realidad los que les escuchan y es muy probable que con el tiempo les olviden.
Son voluntarios que trabajan en Badajoz y dedican parte de su tiempo a los demás. En esta ciudad los hay de distinto pelaje y condición. Desde un grupo de señoras que superan los setenta años y mantienen en pie ellas solas el comedor social de la calle José Lanot, junto a la iglesia de San Agustín del Casco Antiuo, hasta jóvenes con pircing que van con Cruz Roja dando comida y mantas dos o tres noches por semana a las prostitutas que desafían a la ordenanza municipal. Se preocupan por gente que sobra en la ciudad sin saber que ellos son muy necesarios.