Hay gente sin clase que busca el prestigio a base de títulos. La sentencia sonaba a clase magistral en boca de aquel veterano delantero. Su nieta acababa de perder por goleada en unas preliminares de un torneo que organiza una marca de refrescos. Allí estaba el abuelo, con un pin del Badajoz en la solapa del chándal, consolando a la alevín en la puerta del campo de La Granadilla.
El hombre no se molestó en explicarle que sus rivales eran mayores o que llevaban más tiempo entrenando. Ni tan siquiera hizo caso a los insultos o a la actitud altiva de las ganadoras. No buscó excusas. Le dio un abrazó y le acercó una botella de agua mientras la futbolista en ciernes lloraba desconsolada. Saboreó la derrota hasta la última gota y su abuelo no le privó de hacerlo. Quería que aprendiera a perder.
Sobre los perdedores se han escrito muchos tópicos y la mayoría son mentira. Ni se aprende, ni se madura ni se valora más lo que se tiene. Pero no quedan más remedio que asumir las derrotas. Como las asumen los que han pleiteado con la Confederación por las expropiaciones para hacer la obra del río, como la asumió el matrimonio que vendía prensa en el kiosco de María Auxiliadora hasta que un opel corsa se empotró y lo echó al suelo, como la asumieron los alumnos del colegio Cerro de Reyes cuando los ladrones se llevaron sus ordenadores, como la asumen los pequeños comerciantes del centro ante la cada vez más temible sombra del centro comercial de la avenida de Elvas, como la asumen los padres que no pueden llevar a sus hijos al colegio que tienen frente a su casa porque otros hacen trampas en las asignaciones. A veces, perder, solo es cuestión de tiempo. Y de elegancia.