Por Evaristo Fernández de Vega
Me ha impresionado la historia de esos abuelos que después de trabajar toda una vida se han quedado sin casa. Hace seis años avalaron la hipoteca de su hija y ahora el banco ha tirado de sus bienes, por lo que tienen que pagar un alquiler si quieren seguir viviendo en la casa que antes era suya.
Cuesta entender que algo así pueda suceder aquí, en Badajoz. Pero Cáritas contó ayer que no son casos aislados y que cada vez hay más gente que recurre a la beneficencia. Solo en la provincia, sus voluntarios ayudan a más de 13.000 personas.
Tal vez una de ellas fue la que llamó hace un par de meses a la puerta de mi casa. Le recomendé que fuera a Cáritas. Al cerrar la puerta, me pregunté si había hecho bien. Y todavía le doy vueltas. ¿Debería haberle dado una moneda? ¿Tal vez comida?
Hace unos días lo comenté con el voluntario de una ONG y me dijo que hice lo correcto. Luego me contó que pocos días antes él había acompañado al Centro Hermano a un hombre que dormía en un cajero: «Darle un euro no le habría servido de nada, lo que esa gente necesita es un cambio de vida. Si alguien descubre que pidiendo en la calle puede sacar 40 euros al día, difícilmente buscará soluciones».
Sus palabras me tranquilizaron, pero no del todo. Porque Cáritas, como el resto de las ONG, no funcionan por arte de magia. Sus programas los desarrollan personas voluntarias que regalan su tiempo, pero poco pueden hacer si no hay alguien que ponga el dinero que se necesita para comprarles comida, pagar recibos de la luz o financiar programas de empleo.
Ayer, en la rueda de prensa de Cáritas, se me quedó grabada una frase. «Con nuestra manera de vivir podemos influir para bien en nuestro entorno. Lo creamos o no, cada uno de nosotros tiene un trozo de mundo en el que sí puede hacer algo para hacer posible una sociedad mejor».