Por Antonio Gilgado
No se consideraba un borracho, pero más de una vez le vieron dormir la mona en un banco de los parques de la Legión. Tampoco un ladrón, a pesar de que en algunas tiendas de Menacho lo conocían, y no precisamente por ser un buen cliente. Siempre que le pillaban en alguna acudía a la excusa fácil de que la Policía le tenía manía. Cuando ya desfilaba por el precipicio de los horrores, allí donde habitan los yonquis consumidos por la heroína, rateros con el aliento alcoholizado y callejeros sin techo, se despertó. Dicen los que le conocen que tras la muerte de su madre, sus hermanos le reprocharon que los disgustó que le dio fueron la puntilla. Quizá comido por la culpa se apartó poco a poco de las tinieblas. Ingresó en una oenegé que reparte comida y empezó a trabajar en un taller que repara motocicletas. La semana pasada, en su funeral, nadie recordó lo bien que se le daba los frenos de disco o lo útil que resultó en la oenegé para tratar a muchos de los que acudían a pedir comida.
Pero no faltaron los comentarios socarrones a su coqueteo con las drogas. Como si la segunda oportunidad que consiguió enmendar se hubiera esfumado. En Badajoz, como en otras pequeñas capitales, se mantiene la costumbre pueblerina de enterrar los méritos y resaltar las faltas. Hay estigmas que no se van nunca.