Por Evaristo Fernández de Vega
Estoy cansado de escuchar que Cataluña es una nación. Esa ansia soberanista ha logrado hastiarme. Pero hay algo en ellos que me da verdadera envidia: su defensa de lo propio. Ese catalanismo talibán les hace preferir todo lo que lleve su sello. Y a la hora de comprar, apuestan por Cataluña.
No digo yo que en Badajoz tengamos que hacer una compra totalmente extremeña, pero sí sería aconsejable que al menos hiciésemos un guiño a los productos que se elaboran aquí.
Reconozco que es difícil. En uno de los supermercados que frecuento sólo se puede encontrar el queso de torta y el vino de Cañamero. El resto de los productos son traídos de fuera y, cada vez que los meto en el carro, pienso que hago el negocio a los fabricantes de otras regiones.
Por eso me gusta visitar las pequeñas tiendas de barrio. Tienen queso de La Codosera, salchichón de Valverde de Leganés, patatas fritas de Feria, vino de Fuente de Cantos, aceitunas de Almendralejo, aceite de Los Santos, jamones de Jerez de los Caballeros, leche de Casar de Cáceres y pan de Badajoz.
Cada uno de esos productos da sustento a personas que viven a nuestro lado: el agricultor que cuida de los olivos, el jornalero que corta la uva, el ganadero que cría los cerdos, el cooperativista que se unió a sus vecinos para levantar una almazara…
Esas personas de las que hablo no me son desconocidas. Entre ellas hay luchadores que trabajan de sol a sol. Pequeños empresarios que cultivan la aceituna, la recogen con sus propias manos, la elaboran en pequeñas fábricas, la envasan y luego suben a una furgoneta para distribuirla por toda la región. Gente que con su actividad crea puestos de trabajo en una tierra que, además de abrirse al exterior, necesita del apoyo de su gente para no morir del todo.