Hace unos días acudí por primera vez a mi nueva oficina bancaria. La sucursal donde tenía mi cuenta ya no existe, aunque no me sorprendió. Desde que comenzó la crisis bancaria, es rara la avenida de Badajoz donde no ha cerrado algún banco.
A veces es difícil apreciarlo, porque los carteles son retirados, pero basta hacer memoria para darse cuenta de un fenómeno que parece lógico: si no hay negocio, sobran oficinas. Y con el cierre, también sobra el personal.
Una amiga que trabaja en la banca me confesó que ha empezado a tomar pastillas para dormir. «Estoy como los viejos. Dentro de unas semanas me dirán cuál es mi nuevo destino a cientos de kilómetros de aquí».
Madre de familia y feliz por vivir en Badajoz, se enfrenta a un trago amargo: dejar su trabajo de toda la vida o marcharse para no volver.
Su salida, como la de otros tantos, harán de Badajoz una ciudad distinta. Cuando un negocio cierra, no solo se borra un rótulo en la fachada, también desaparecen personas con las que a veces hemos compartido algo más que una relación de clientes.