Hace unos días fui a un taller de costura para que me hicieran un arreglo. No pregunté cuánto me costaría y a la hora de pagar me pidieron cuatro euros. Tan barato lo vi, que les dije que se quedaran con el euro de vuelta.
Pero detrás del mostrador había un comerciante de toda la vida. Él me miró, y convencido, puso el euro en mi mano mientras me decía con tono severo: «Toma, Evaristo, que un euro son 166 pesetas».
Su contestación se me vino hace un par de días a la cabeza. Estaba frente a la Jefatura de Policía cuando se me acercó un hombre que acababa de ser puesto en libertad. «No sé por qué me parece que no te voy a poder ayudar», le dijo el amigo con el que conversaba pensando que nos pediría dinero.
Pero el desconocido nos dejó desconcertados cuando rogó que telefoneáramos a su padre para que fuera a recogerlo. «Es que no tengo dinero para llamar», se justificó con humildad.
Ambas historias, la de la comisaría y la del taller de costura, giran en torno a un simple euro. Las 166 pesetas que una persona está dispuesta a dejar de propina son las mismas 166 pesetas que un hombre recién liberado necesita para volver a casa tras una noche en el calabozo.
El euro es el mismo, pero no el valor que se le da. Quienes han acampado estos días en las plazas de Extremadura para exigir la renta básica saben que el valor del dinero crece cuando aumenta la escasez. Y de eso, desgraciadamente, cada vez hay más.