EVARISTO F. DE VEGA | Hay entrevistas que no se olvidan, como la de aquella pareja que se presentó en el periódico para contar que un familiar de la chica se había adueñado del dinero que ‘les pertenecía’. Él la había conocido a ella sólo un mes antes, pero creía injusto que una tía de su entonces pareja hubiese sido habilitada por el juez para administrar la indemnización que recibió la joven tras sufrir un accidente. Al ver que el argumento no parecía convencerme, la chica no pudo contenerse y exclamó: «¡Ya te dije yo que no teníamos que haber venido!».
En otra ocasión me tocó contar la historia de un señor que había cebado un cerdo de casi 450 kilos. El reportaje lo hizo famoso en todo el mundo, pero cuando le pedí que me avisara para grabar la matanza, me preguntó que cuánto le iba a pagar. Y tan mal me sentó su ingratitud, que nunca publicamos el sacrificio de tan enorme puerco.
Aunque esas historias no me dejarán tanta huella como la del millonario de Gévora. Cuando fui a entrevistarlo, no sabía con quién me iba a encontrar, si me recibiría con los brazos abiertos o se mantendría distante. Pero la hora que pasé con él, me mostró un hombre que, de tan sencillo, parecía irreal.
Uno tiene la impresión de que alguien con tanto dinero debe ser sofisticado, llegar acompañado de alguien de su absoluta confianza, poner condiciones, pensar mucho sus respuestas… Pero la entrevista no fue así: Juan Antonio Gómez Calero nos recibió donde se recibe a los comerciales que van al negocio, en un sofá de dos plazas, él en el cojín derecho y yo en el cojín izquierdo, y respondió a todas las preguntas que le planteé sin poner reparo alguno. Tan llano resultó todo, que hice un par de llamadas para cerciorarme de que su obra social es tan real como contaba. Y la respuesta fue clara: «Este señor conoció nuestra realidad de pobreza, vino a la parroquia, nos preguntó por las necesidades, y desde entonces se pasa una vez al mes para traernos ayuda».
Ante un fenómeno así, sólo cabe un deseo: que Dios lo guarde muchos años, que sepa gestionar su fortuna y que nunca se le apague el deseo de compartir con quienes más lo necesitan.