Desde bien pequeño, mi madre me enseñó que había que ceder el asiento a las personas mayores. En Almendralejo no había metro ni autobús urbano donde practicar, pero casi siempre me tocaba estar de pie en la misa del domingo.
Las cosas que uno ‘mama’ en la niñez jamás se olvidan. Pero hay que aprenderlas para que no ocurra lo que presencié esta semana en la línea que conecta el centro con el hospital. Era la 1 de la tarde cuando subí al autobús en la Facultad de Medicina. Mientras esperábamos, dos señoras lamentaban que siempre llegase tan lleno.
–Dígale a los jóvenes que se levanten.
–Uy, eso era antes. Ahora nadie cede el sitio.
Al final, las abuelas no subieron, pero en la parada siguiente entraron dos mujeres mayores con cara de cansadas. Avanzaron lentamente hasta que un chaval de 20 años, fuerte, con camiseta verde, cedió su asiento a una de ellas.
El autobús siguió su camino y en la siguiente parada entraron otras dos mujercillas. Bajitas, canas, con el bolso cruzado por delante, ambas superaban los 70. Sus gestos pedían a gritos un asiento, pero a ninguno de los chicos que llenaban la zona delantera del autobús se les movió el alma.
En la parte izquierda, justo detrás del chófer, había una pareja de 27 o 28 años. Él llevaba gafas de sol y ella sostenía sobre sus piernas cruzadas una bolsa de papel de una zapatería de El Faro. En el asiento individual de la derecha, una muchacha que no hablaba con nadie miraba hacia adelante como si las señoras no existiesen.
Al llegar a mi destino, volví a girar la cabeza para grabar la escena. Entonces recordé a mi madre, los consejos que me dio de niño, y pensé que este tipo de cosas se solucionaría si todos pensáramos por un momento que dentro de 30 años esos ancianos a los que ignoramos seremos nosotros mismos.