En una de mis rutas habituales suelo pasar ante una academia de peluquería. En su puerta hay chicas jóvenes que tratan de labrarse un futuro. Algunas fuman, otras hablan y también las hay que mascan chicles.
Cuando se marchan a casa, la acera queda libre y en ella destacan unas manchas negras que ensucian las losetas. Son circulares y están incrustadas de tal modo que las máquinas barredoras son incapaces de despegarlas.
Cada uno de esos pegotes es una goma de mascar arrojada al suelo. Justo delante de la academia se cuentan por cientos, pero a medida que uno se aleja, esos rosetones mugrosos comienzan a estar más salteados y finalmente desaparecen.
Cuento esto porque en el periódico de estos días he visto la fotografía de un operario de FCC que usaba un chorro a presión para quitar chicles repegados en la plaza de la Soledad.
El trabajo que realiza la empresa contratada por el Ayuntamiento es digno de elogio, pero no sirve de mucho si quienes vivimos en Badajoz no colaboramos con ellos. Una sola persona que arroje cada día un chicle al suelo dejará a lo largo de un año más de 300 marcas negras. Y si lo hace siempre en el mismo sitio, habrá conseguido que todos sepamos que es ahí, y no en otro lugar, donde acude a diario un cerdo.