ANTONIO GILGADO | En el edificio de Tráfico los conductores aparcan en doble fila, ocupan las esquinas e invaden las aceras. Como si fuera un desquite, te acercas a pagar una multa, pero cometes la infracción.
En Sinforiano Madroñero, ni intentarlo. Furgones de proveedores, vecinos madrugadores y autoescuelas se reparten el botín.
En la plaza de las Américas tampoco conviene entrar y en el McDonald’s puedes pasar quince o veinte minutos dando vueltas.
En Valdepasillas hay quien se acuerda de los subterráneos que se proyectaron en el barrio hace cinco años. Sin la prima de riesgo de por medio, ya estarían funcionando.
Pero se diseñaron cuando éramos ricos. Cuando pagar por aparcar nos equiparaba a las capitales del primer mundo. Los 15.000 euros por una plaza en el nuevo de Conquistadores se los rifaban en Santa Marina y hasta el SES vio negocio. ¿Por qué no hacemos un subterráneo en el Infanta?.
Pero ahora somos más pobres. Los subterráneos se escapan de nuestras posibilidades, el concurso del Infanta ha quedado desierto dos veces, el de Ronda del Pilar se ha enterrado y el de la calle Prim suena a extravagancia. El euro que le dábamos a los de Adeba en Menacho ya no es una ganga, se acerca al atraco.
Triunfan los solares. Más humildes, pero divertidos. Por la Alcazaba se pueden pasar los jueces del Guinnes que allí cada día se bate el récord de coches enlatados por metro cuadrado y el Campillo valdría para rodar las escenas de una película de acción. Los subterráneos tienen un aire más civilizado: entrar, estacionar y pagar. Aburrido.