Uno de los personajes que siempre recordaré de mi infancia es Gregorio el zapatero. Entonces yo vivía en Almendralejo y rara era la semana que no me mandaba mi madre a llevarle unos zapatos para que les pusiera media suela, les clavara una tapa o diera algún pespunte.
Su trabajo era perfecto y siempre me llamaba la atención el brillo que daba al calzado. El cepillo de Gregorio acariciaba la piel con una suavidad exquisita y tanto relucía el zapato que casi parecía nuevo.
Cuando uno se traslada a otra ciudad pierde los referentes infantiles y yo he tardado quince años en encontrar un buen zapatero. Pero al fin lo tengo y el otro día le llevé unos zapatos que por segunda vez se me habían descosido. «La única solución es ponerle un parche por dentro para que la uña no corte el hilo», me dijo cuando los vio.
Traigo al caso esta historia porque las ciudades tienen cierto parecido con un buen par de zapatos. Unas veces por el uso y otras por el vandalismo, el patrimonio se deteriora y pierde su utilidad.
Un edificio, un parque, una zona de juego o el asfalto de una calle pueden maolgrarse de tal modo que sólo quede la opción de arrasar con todo y volver a construir de nuevo.
El casco histórico de Badajoz es un ejemplo claro. Tantos años duró el abandono, que la única solución ahora es meter una excavadora y edificar desde cero.
Badajoz es una ciudad especialista en abandonar inmuebles en buen uso. Ha ocurrido con el Hospital Provincial y pasa con otros edificios en los que bastaría ‘coser un pespunte’ y ‘reforzar el forro interior’ para prolongar su vida útil. Sólo hace falta un buen ‘zapatero’ que sepa reconocer el auténtico valor de las cosas.