Por Tania Agúndez
Hombre de mediana edad y ojos tristes. Lleva vaqueros y camisa de cuadros. Utiliza gafas y tiene un aspecto saludable. Esta descripción podría ser la de cualquier pacense, pero se corresponde con la de un ciudadano que se sienta casi a diario en el suelo de la acera. Clava su mirada en los baldosines mientras se frota las manos. Algunos viandantes pasan indiferentes a su lado mientras otros se paran a charlar con él y echarle unas monedas. Justo delante tiene una pequeña caja junto a un papel en el que se puede leer la escueta frase. “Una ayuda. No tengo trabajo”.
Este individuo, que evita mirar directamente a la gente que pasea a su alrededor, parece sentirse avergonzado. Como él, muchas personas están viviendo instantes difíciles desde que empezó la crisis y circunstancias que les han empujado a tomar decisiones excepcionales. Muchos pueden sentirse frágiles, sin embargo hay quienes piensan que son valientes.
No debe de ser agradable sentirte obligado a pedir en la calle ni debe de ser fácil tender la mano y esperar a que caigan unas monedas. No tiene que ser sencillo ir a Cáritas o a cualquier otra organización para pedir comida para poder alimentar a tus hijos. Tampoco lo es acudir a firmar la cartilla del paro o salir a diario a buscar trabajo sabiendo de antemano el resultado. No es cómodo explicar las situaciones complicadas a familiares o amigos ni oportuno pedir que lo comprendan. Pero, desde luego, tampoco es justo sentirse señalado ni juzgado por una sociedad que puede estar en ese mismo lugar en cualquier momento.