Desde que soy periodista, he tomado apuntes en escenarios de todo tipo. El más tétrico fue una caja de muertos que me ofrecieron como mesa para redactar una esquela. Pero aquella escena fúnebre no me provocó las sensaciones que ayer sentí al situar mi libreta sobre el cristal que protegía un subfusil Sten del calibre 9 milímetros incautado a la banda terrorista ETA en 1980.
Me ocurrió en el Museo de la Ciudad, donde se inauguraba una exposición que rinde homenaje a los 243 guardias civiles que han dado su vida por defender nuestras libertades. Allí estaba Manuela Orantos, que perdió a su joven marido Avelino hace ahora 33 años: «Nos habíamos casado cuatro años antes y me quedé sola con dos niños de dos y tres años».
Su mirada triste, sus ojos llorosos y su rabia contenida me enseñaron que las víctimas del terrorismo son personas parecidas a nosotros que tuvieron la desgracia de cruzarse con un asesino.
Los restos de la carrocería de un vehículo usado como coche bomba, el tricornio destrozado a causa de una explosión, el lanzacohetes hallado en un zulo… Todo habla de una realidad con la que hemos tenido que convivir durante demasiado tiempo y que sólo podrá superarse si, como dijo el director de la Fundación Guardia Civil, interiorizamos en nuestras mentes lo que escribió Kierkegaard: «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia delante».