Siendo niño, mi padre y yo en el ruedo de Vista Alegre. Para mí aquello era sorprendente. ¡Misa en el ruedo, fuera de recinto sagrado! De niño alguien te cuenta que iglesia es el lugar destinado a celebrar la misa. Y te lo crees, porque lo ves. Hasta aquel día. Mi padre, dos aficionados de Salamanca, un torero viejo que me causaba un respeto imponente, gente del toro, un altar y el cura. Ese día tuve la extraña sensación de pertenecer a una iglesia disidente, a veces ortodoxa, a veces heterodoxa, la mía, la de mi padre, la nuestra, la del toro. Y se me vino a la cabeza que si allí se celebraba la misa aquella debía ser también la casa de Dios. Era un niño.
Han pasado cincuenta años y ayer le rezaban al Pana en la plaza de Apizaco. A hombros el héroe. El jueves, a las 18:50 hora mexicana, el Pana se brincó la muerte. Con el mismo desparpajo con que se brincó la vida. A toda madre. Vivió como torero, ha muerto como torero. Veinte medallas cosidas al cuerpo, dos femoralazos por medio. El Brujo de Apizaco nació, fuera de tiempo, allá en Tlaxcala, la Pamplona mexicana. Condenado a ser Rodolfo Rodríguez, prefirió ser “El Pana”. Mantuvo un idilio algo putero con la México. Nadie tan teatral como él. Ni tan borracho, ni tan putero. Érase una vez un hombre a un habano pegado.
El sábado, en Apizaco, se celebró la misa funeral por su alma. Llegó a la plaza en una calesa tirada por un caballo blanco, bajo la lluvia. Las putas le lloran. Las de tacón dorado y pico colorado. Meretrices, suripantas, rameras, mesalinas que saciaron su hambre y calmaron su sed. Un clavel rojo en el ojal y una promesa de vida eterna. Tuvo de todo. ¡Vaya manera de morirte, cuate! Desde el tendido alguien gritó “El Pana está vivo”. Quedó solo “El Calafia”, su mozo de espadas. Dios te bendiga Pana por haber amado tanto. El próximo habano va por ti, torero.