El último fin de semana de febrero mes desplacé a la pequeña localidad de Salomó, en la comarca del Tarragonés, para disfrutar de una de las experiencias gastronómicas festivas más populares de Catalunya en invierno: una calçotada. La celebración gira alrededor de un modestísimo producto, el calçot, una variedad de cebolla poco bulbosa y dulce, que se asa con un fuego vivo obtenido con la quema de la madera de la poda de las viñas. La calçotada, además de excusa para pasar una jornada entre amigos, se ha convertido en un potente factor de desarrollo económico para estas comarcas agrícolas.
Es la cuarta ocasión que acudo a Salomó a disfrutar de los calçots, junto a amigos de toda la vida como Rafael Vallbona y Adriana Pujol, que actúan como catalizadores de todo el grupo. Es un momento para el reencuentro con Nuria García, Jan Bonet o Montse Assens, entre otros.
El primer consejo para asistir a esta fiesta gastronómica es no vestir las mejores galas, porque las posibilidades de mancharte son directamente proporcionales al precio de la ropa que llevas. Lo tradicional es comerlos de pie. Dicho esto, una vez situado en la escena de los actos, lo primero es ponerse un buen babero, para minimizar los riesgos del goteo de la salsa en la que se moja el calçot. Estos se sirven en unas tejas, para que se conserve mejor el calor.
Acto seguido se coge el calçot con una mano por la parte superior, y con la otra se sujeta el tallo chamuscado y se desliza hacia abajo, para dejar a la vista sólo la parte interior del producto, el corazón, tierno y blanquecino, que es la que se come. Se unta en la salsa, se eleva al cielo y… para adentro y a masticar. ¿Cuántas veces se puede repetir esta operación? Depende de la afición de uno y de los límites que te ponga el restaurante. Pero en nuestro caso, en el restaurante Ca la Roser, no hay barreras: 15, 20, 25… Y para acompañar las inevitables avellanas tostadas, unas rodajitas de buen fuet y unos traguitos del porrón conteniendo vino tinto de la zona.
Pensará alguno que con esto ya está todo el trabajo hecho, pero yerra quien así lo crea. Tras un minucioso proceso de limpieza de las manos, que han quedado pringadas y ennegrecidas de tanto manosear calçots, llega la segunda parte de la fiesta: la comida, propiamente dicha. Es el momento de pasar al comedor y dar buena cuenta de una parrillada de carne, aderezada con all i oli, en la que no faltan butifarra negra y blanca, cordero, conejo, judías blancas y unas espléndidas alcachofas a la brasa. Aunque parezca mucho, son porciones razonables y con el paso de los años uno se ha convertido en comedido en las cuestiones del comer. Tras el postre y unos chupitos de una deliciosa ratafía de naranja casera, es la hora de salir a dar una vuelta por la pequeña localidad de Salomo, antes de despedirnos, a lo mejor hasta el año que viene, y emprender el camino de regreso a casa, en este caso a mi pueblo de Premià de Mar, en el que he estado unos días de visita familiar.
MOTOR ECONÓMICO
Como ya he indicado, el calçot es una variedad de cebolla dulce, que se produce básicamente en las comarcas tarraconenses de l’Alt Camp, Baix Camp, Tarragonés y el Baix Penedés. Desde mediados del pasado siglo XX, las calçotades, se han convertido en uno de los mayores focos de atracción turística invernal de estas comarcas. Este movimiento masivo, inicialmente centrado en Valls y sus alrededores, arranca de la celebración que hacía la Penya Artística de l’Olla, que invitaba a personalidades del mundo artístico y cultural de Barcelona. Este sirvió para difundir y divulgar esta fiesta gastronómica, que inicialmente se concentraba en los meses más duros del invierno, pero que hoy en día se alarga desde noviembre a abril, dependiendo de la climatología. También se ha expandido geográficamente, de tal modo que uno puede encontrar este producto no sólo en las tradicionales comarcas productoras de Tarragona, sino prácticamente en toda Catalunya. Es más, en un reciente viaje a Madrid, pude comprobar como diversos restaurante especializados en preparaciones a la parrilla, también lo incluyen en sus cartas.
Todo esto ha hecho del calçot un auténtico activo económico, del que pueden dar idea algunas cifras: en el año 2013 se produjeron 48 millones de unidades y, sólo en la comarca del Alt Camp, el movimiento económico generado por los visitantes que acudieron a degustarlo fue de 16 millones de euros. Asimismo, desde 1996 existe el Consejo Regulador, de lo que actualmente es la Indicación Geográfica Protegida (IGP) Calçots de Valls. Otro ejemplo más de la atención que se presta a este modesto producto agrícola como motor de desarrollo para la provincia de Tarragona, es el Proyecto Calçot 2020, orientado a investigar y fomentar su valor turístico y gastronómico.
Como conclusión me gustaría añadir que muchas veces de lo más modesto y humilde se puede obtener un gran beneficio colectivo, en este caso para un territorio agrícola como el de estas comarcas de Tarragona. Y no puedo por menos pensar que Extremadura, con algunos de sus productos de primerísima calidad, como los espárragos, tiene la base para recorrer un camino en este sentido. Tenemos fiestas en torno al ibérico, a los quesos, a las cerezas…, pero sin duda hay otros muchos productos gastronómicos que se podrían potenciar como atractivo turístico.