En la expedición del año anterior habíamos hecho el camino vía Argentina, como relataba en algunos de mis artículos ya publicados: “En camino hacia la Antártida”, “Mi primer contacto con la Base Antártica Española”, “El día a día en la Base Antártica Española” y “Regreso desde la Antártida a España”.
Pero, esta vez se planteó el viaje a través de Chile para esta segunda expedición, que era más numerosa que la anterior, puesto que la formábamos 12 personas, 4 técnicos de Jefatura y Mantenimiento de la Base Antártica Española “Juan Carlos I”, a la que en adelante llamaremos BAE para abreviar, y un bloque de 8 científicos, especialistas en geología, biología, sismología, oceanografía, geofísica y meteorología.
Por mi parte, a primeros de noviembre despegué desde Madrid/Barajas rumbo a Santiago de Chile, y tras hacer escala en Las Palmas y en Buenos Aires, llegué a Santiago de Chile, que es una gran ciudad, con más de 20 km de largo por 15 km de ancho, rodeada de cadenas montañosas pero bastante llana en su casco urbano, excepto por el Cerro de San Cristóbal donde está enclavado el Parque Metropolitano, al que se accede, además de por carretera, por medio de un típico y empinado funicular y recorrido por un teleférico que permite, cuando la contaminación no lo impide, disfrutar de unas preciosas vistas de esta magnífica ciudad.
Desde Santiago de Chile me dirigí en autobús a Valparaíso, a unos 100 km de Santiago, camino de la costa, y después a la localidad de Viña del Mar, a poco más de 8 km de Valparaíso, con multitud de hoteles de todos los tipos y categorías, un Gran Casino enclavado en un precioso edificio en el centro de la zona de playas, grandes paseos y avenidas, y en general un ambiente cosmopolita por todas partes. Incluido, por cierto, un recinto muy bien atendido donde se ha venido celebrando, desde hace muchos años, un famoso Festival de música, que lleva el nombre de la ciudad.
En la fecha prevista para zarpar, nos reunimos todos los expedicionarios en el puerto de Valparaíso, y terminados los preparativos, embarcamos en el buque chileno Pomaire, contratado “sobre la marcha” para llevarnos hasta la BAE, en un viaje que se suponía sin escalas. El viejo Pomaire no era un buque tan marinero como el Las Palmas en el que viajamos en nuestra campaña anterior, aunque resultaba amplio y relativamente cómodo si lo comparábamos con las apreturas que tuvimos que padecer en el Las Palmas.
El Pomaire construido en Finlandia en 1930, que se conservaba “aparentemente” bien para su edad, había pasado por múltiples propietarios y evidentemente no era un buque antártico, sin embargo no había sido posible encontrar otro, por lo que en él zarpamos a las 20,15 del día 23 de noviembre dispuestos a recorrer los más de 3.000 km que nos separaban de la BAE, en la Isla Livingston (Antártida).
Poco más de seis horas después de zarpar, exactamente a las 02:30 horas del día 24, tuvimos de regresar a Valparaíso por una avería en el motor del buque.
Evidentemente no era un buen comienzo, pero era lo que había, de manera que esperamos a que se resolviera la reparación, y en la madrugada del día 25 zarpábamos de nuevo, con intención de navegar costeando y meternos, en cuanto nos fuera posible, en la zona de los canales que arrancan en la isla de Chiloé y que transcurren hasta casi en extremo sur continental, de forma que salvo cortas salidas a mar abierto, por ejemplo para cruzar el Golfo de Penas, el resto de la navegación puede hacerse al abrigo de los temporales que azotan la costa chilena.
Además de ofrecer aguas en calma, estos canales son de una gran belleza paisajística, al circularse a lo largo de las estribaciones de los Andes, con paisajes que recuerdan a veces los fiordos noruegos, y a veces a la propia Antártida por la presencia de ventisqueros y glaciares que discurren hasta los propios canales, muy estrechos en ocasiones, como ocurre con la llamada Angostura Inglesa, donde se tiene la sensación de que podrían alcanzarse con la mano hasta tocarlas las dos vertientes de las laderas entre las que se encaja el canal.
No resultó tan grato ver un buen número de barcos hundidos que encontramos a lo largo de estos canales, aparentemente tranquilos, pero que nos hacían pensar y preguntarnos cosas, como por ejemplo por qué aquellos barcos se habían hundido en la aparente calma de los canales, pero sobre todo qué podría pasarle al pobre Pomaire en el que, excepto en las grapas, puestas a última hora para sujetarle algunas partes, lo que más abundaba era el óxido.
Pero el 29 de noviembre entramos por fin, sin problemas serios que reseñar, en el Estrecho de Magallanes, navegando a través de él y de los canales de la Tierra de Fuego, pasando a través del Canal de Beagle frente a la pequeña ciudad argentina de Ushuaia y al destacamento chileno que constituye Puerto Williams, saliendo al famoso Cabo de Hornos.
Dejamos atrás el continente americano, dirigiéndonos al temido Paso del Drake, donde, como es inevitable, la mar revuelta hacía que al viejo buque le crujieran todas las cuadernas y que se moviera mucho más de lo que hubiéramos deseado.
Pero todo pasa, y finalmente el 2 de diciembre al atardecer aparecieron en el horizonte los primeros hielos de la barrera antártica, y al día siguiente estábamos anclados en la Bahía Sur de la Isla Livingston, de las Shetland del Sur, frente a la BAE, y dispuestos a repetir una vez más la operación de desembarco de las docenas de toneladas de material entre víveres, equipo de mantenimiento y científico, etc., mediante las lanchas Zodiac.
Entonces fue cuando nos encontramos con la desagradable sorpresa de que el recién terminado invierno había dejado sobre la BAE una capa de hielo y nieve superior a lo habitual, con más de tres metros en zonas donde otros años apenas si llegaba a uno.
Esto hizo mucho más penoso el desembarco, al tener que remontar un escalón de hielo en el mismo frente de playa, y sin poder recurrir a los medios mecánicos de la propia BAE, que aparecía cubierta por el hielo hasta por encima del tejado, lo que no nos permitía el acceso a sus instalaciones (motores, grupo electrógeno, almacén, zona de habitabilidad, etc.) y por tanto no nos permitía ponerla en funcionamiento.
Se negoció con la propiedad del buque Pomaire, que una vez cumplido su contrato quería zarpar inmediatamente, para que se nos dejara utilizar el buque, al menos durante 24 horas, como base de operaciones. ¡Y nos pusimos, contrarreloj y con todas nuestras fuerzas, a quitar el hielo que cubría la BAE!