He querido titular así este artículo, en recuerdo del popular dicho gallego “Eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas” (Yo no creo en las meigas (brujas), pero haberlas, las hay), que resume el mito del carácter gallego, del que se dice que “nunca se sabe si va o si viene”, excepto cuando está en una escalera, porque en ese caso lo que “nunca se sabe es si sube o si baja”. Dicho sea lo anterior con todo mi respeto, admiración y cariño a Galicia y sus gentes. He elegido pues ese título porque expresa de forma adecuada la duda ante las meigas, que “haberlas haylas”, o ante cualquier otro asunto sobre el que uno no quiere posicionarse en demasía, por ejemplo las propiedades mágicas que poseen algunas plantas, aunque “tenerlas tiénenlas”, permítanme la licencia en el uso de esos palabros (haylas y tiénenlas).
Un caso interesante, es la planta conocida como “Rosa de Jericó” (Anastatica Hierochuntica), considerada por muchos como un auténtico talismán viviente, con propiedades que podemos comprobar por nosotros mismos, puesto que se encuentra con facilidad “en los comercios del ramo”. Por mi parte, la primera vez que vi un ejemplar de esta planta, hace de ello más de 30 años, fue porque mi mujer, muy aficionada a todo tipo de plantas y flores, la había comprado en un puesto que encontró por la calle, donde el avispado vendedor le explicó las muchas virtudes de la planta en cuestión y su beneficiosa influencia en el entorno de dónde se cultivaba. Lo cierto fue que al verla metida en una bolsa y absolutamente seca, me pareció lo que era, es decir un hierbajo seco en forme de bola, sin mucho interés. Aunque admito que mi interés aumentó bastante al ver que dos horas después, tras ponerla sobre un plato con agua, el hierbajo seco se había transformado en una planta de un verde brillante que, desplegando sus ramas, cubría todo el plato.
Como antes decía, la rápida hidratación y deshidratación de la planta es fácil de observar por cualquiera de ustedes, puesto que les basta con hacerse con un ejemplar de esta Rosa de Jericó; claro que eso será, siempre que no se les ocurra buscarla en Jericó. Y digo esto porque Jericó que es un antiquísimo asentamiento, con más de 10 000 años de historia, situada a más de 200 metros bajo el nivel del mar, en la Cisjordania palestina, al noroeste del Mar Muerto, y a algo menos de 30 km de Jerusalén, cuenta en la actualidad con una población, enormemente dispersa, por lo que carece prácticamente de núcleo urbano, de forma que no es fácil encontrar lo que antes he denominado como “comercios del ramo”.
Pude comprobar lo que acabo de escribir, por propia experiencia, cuando intenté hacerme en Jericó con un ejemplar de Rosa de Jericó, idea que parece bastante lógica y natural, pero el resultado de mi búsqueda sobre el terreno, fue una vaga referencia histórica en la que me informaron que esa planta era más bien oriunda de Siria o tal vez de Afganistán, y que si bien podría encontrarse, arrastrada por el viento, en bastantes desiertos de la zona, no crecía en la ciudad de Jericó, ni se recuerda que nunca fuera cultivada allí.
La pregunta lógica era ¿Y entonces por qué se llama Rosa de Jericó? Pues bien, según dicen, parece ser que aproximadamente dos o tres mil años antes de Cristo, la ciudad de Jericó gozaba de gran esplendor, extendiéndose el rumor de que tal bonanza era debida a la abundante presencia de esa planta, pero no porque se cultivara allí, sino porque los ricos comerciantes y hacendados, la habían adquirido en lugares lejanos, a elevados precios por cierto, al ser convencidos de que se trataba de un poderoso amuleto, para bendecir sus casas y hacer prosperar sus negocios, cosa que ocurrió de hecho, por lo que la planta adquirió cada vez más fama y terminó por adoptar el nombre de la ciudad que con tanto interés la acogió.
Cuenta la leyenda que estando Jesús orando en el desierto, la Rosa de Jericó seguía sus pasos movida por el viento. En efecto, es cierto que dado que casi no tiene raíces, puede ser fácilmente levantada por el viento y llevada a través del desierto. Cuentan que la Rosa se detenía una y otra vez a los pies de Jesús y le acompañaba durante el día, rodando bajo la forma de bola que adopta cuando está seca. Después al despertar del alba, la planta se abría con la humedad del rocío y ofrecía al Maestro las gotas de agua posadas sobre sus ramitas, en las que Jesús, sediento tras una noche de oración, calmaba su sed tomando con sus dedos el agua que le ofrecía la planta. Sigue contando la leyenda que, agradecido el Señor, por haberle apagado la sed, la bendijo, por lo que en muchos pueblos de la tierra se cree que quien adopta y cuida una Rosa de Jericó atrae para sí mismo y para los suyos, paz, fuerza, felicidad, suerte en los negocios, energías positivas, habilidad en el trabajo y bienestar económico.
Por mi parte doy fe naturalmente, puesto que las he observado cientos de veces, de las propiedades higroscópicas de esta planta, capaz de repetir múltiples veces el ciclo de plegado (sequedad) y desplegado (humedad), y capaz incluso de “resucitar” tras un prolongado período de sequía absoluta, de meses o años, mantenida dentro de una bolsa herméticamente sellada. Pero lo que desconozco es cuánto de leyenda y cuánto de realidad puede haber en lo que se dice de las propiedades benefactoras de esta planta en cuanto a aportar bienestar y fortuna a quien la cuida y cultiva; claro que en este sentido lo único que es totalmente cierto es que ¿Quién sabe?, con lo que vuelvo al homenaje al dicho gallego, puesto que no es posible saber cómo hubieran ido las cosas con y sin la presencia de la planta, puesto que se trata de hechos excluyentes.
Se dice también que la Rosa de Jericó tiene una particularidad muy especial, y es que es ella la que te busca a ti, para encontrarte en el momento preciso. En este punto debo citar una experiencia personal que hace al caso: Durante años la Rosa que había traído mi mujer estuvo sobre mi mesa de trabajo, dentro de una pequeña pecera llena de agua, que le reponía a medida que se evaporaba; en una ocasión el agua apareció bastante turbia, de forma que saqué la Rosa de la pecera y la coloqué al sol, en el alféizar de la ventana para que se cargara con la energía solar, lo que en aquel momento me pareció una buena idea. Un par de horas después, al ir a recoger la Rosa me di cuenta de que lo que había ocurrido es que al secarse con el sol había adoptado su forma de sequedad, es decir redondeada, con lo que había rodado y caído hacia la calle; traté de buscarla por los alrededores, pero no apareció, de forma que la di por perdida.
Varios días después, al ir a entrar en mi coche aparcado a varias calles de distancia, comprobé que allí estaba la Rosa, situada justo ante la puerta del conductor, de forma que era imposible no verla. Lo racional es pensar que llegó hasta allí empujada por el viento, en una o varias etapas, pro he de admitir que la sensación que me dio en aquel momento fue que sin duda era la Rosa la que me había buscado y encontrado a mí. El resultado es que ahí está ahora, varios años después, mirándome como siempre desde su pecera, y cumpliendo con su deber “sea éste el que fuere”, que ahí ya no entro.
Pero, por si acaso, conviene no olvidar aquello de que “yo no soy supersticioso, porque trae mala suerte” y recordar que “… haberlas haylas”.