Os puede sonar raro o a lo mejor, con un cierto olor a rancio, pero la cosa discurrió tal cual la cuento (palabra de bloguero). Ocurrió la semana pasada, aunque pudiera parecer más propia del pasado siglo: Salía de casa a cumplir con la feliz obligación de pasear a mi perro Micco. Nada más pisar la calle me paró una señora que por su aspecto podía ser la abuela de cualquiera de nosotros. Muy maquillada pero de informal atuendo, iba de paseo con su acompañante sudamericana. (Por cierto, ¡qué gran labor hacen estas personas para con nuestros mayores!)
–“¿Quién vive aquí ahora?” Me espetó la señora. –“Yo”, le dije ciertamente sorprendido. Tras volverme la cabeza loca con su frondoso árbol genealógico, me preguntó: -“pero, ¿sois de buena familia?” -“Hombre, contesté un poco flipado, pues sí, somos de buena familia: somos gente trabajadora, ninguno ha tenido problemas de convivencia ni ha estado en la cárcel…” -“No, me refiero a que si tenéis apellido, porque antes los que teníamos apellido nos conocíamos todos, pero ahora…” Me quedé perplejo. Rápidamente caí en la cuenta. A esta señora -pensé- le ocurre lo mismo que a otros muchos personajillos aquí en Plasencia: sufre de apelliditis. Esta singular patología consiste en creerse superior al resto de sus congéneres por tener un apellido altisonante, raro, largo o compuesto (de esos con guiones). Difícil de creer que siga siendo un mal endémico en pleno siglo XXI.
Entiendo y respeto que te enorugullezcas de tu apellido. Ya lo dice el refranero español, sabio donde los haya: “Quien a lo suyo se parece, honra merece”. Pero vamos a usar la cabeza. Si echamos la vista atrás, todos podemos encontrar algún indicio que nos haga creer que descendemos de la pata del Cid; en mi caso, si me pongo, puedo heredar América enterita, y no por eso pienso que corra sangre azul por mis venas.
Está claro que no todos somos iguales, afortunadamente. Ni queremos serlo. Pero creerte mejor, o pensar que el resto es peor por llevar un apellido u otro, es una autentica gilipollez, al menos hoy en día. Antiguamente un apellido iba ligado a un linaje, a unas propiedades, a unos privilegios. A principios del siglo pasado había placentinos, de esos con un “ilustre” apellido, que podían ir hasta Béjar a caballo sin salirse de sus propiedades. Hoy en día parte de esas tierras pertenecen a los herederos de los antiguos guardeses, apellidados simplemente Gil.
Como esas, muchas de las antiguas propiedades han cambiado varias veces de manos, debido a las sucesivas herencias y a la alergia al trabajo de muchos de los distintos herederos, que les obliga a deshacerse poco a poco de sus posesiones para poder seguir haciendo vida contemplativa en las terrazas de la plaza. Sus padres les dejaron en herencia una forma de vida anticuada, más propia del siglo XIX, y ellos dejarán a sus hijos la obligación de trabajar para pagar las deudas de las fincas cuando pasen a sus manos. Afortunadamente, una parte de estas familias fue vacunada contra la apelliditis, estudiando y formándose, trabajando duro y viajando, saliendo de aquí y viendo mundo.
El devenir de la vida te da o te quita, y hay que saber adaptarse a los tiempos. Hoy en día no se genera riqueza montando a caballo y yendo de caza. Las fortunas se consiguen trabajando.
Los actuales aristócratas son los empresarios y alguno de los más destacados del panorama nacional “sólo” se apellida Pérez. Son ellos los que ahora dan trabajo e ingresos a sus vecinos. La vida ha cambiado, afortunadamente. Como es natural, sigue habiendo diferencias sociales entre personas. Pero intentar aferrarte a un apellido para estar en un determinado escalón u otro, es absurdo. La clase se gana trabajando, siendo una buena persona con tus semejantes y luchando, ¿por qué no?, por defender honradamente lo tuyo, no por llamarte de una u otra manera. ¡Cuanta tontería, por Dios!