Como cada año buscó las cajas donde, primorosamente envueltos uno a uno, guardaba los adornos navideños. Usaba para ello los mismos trozos amarillentos de papel de periódico año tras año, como si eso los protegiese mejor. Las bajó del altillo con la misma emoción de siempre, como un crío nervioso ante un paquete de regalo. Recordó la tristeza que sintió cuando, hacía no tantos meses, los recogió por última vez.
Quitar el árbol siempre le suponía un momento de cierta pena. Era capaz también de recordar con todo detalle, incluso sin abrir las cajas, dónde y cuándo había comprado cada bola de cristal, cada estrella, cada farolillo. Se trataba de una tradición que, sin saber cómo, había comenzado hacía mucho tiempo. Viajero incansable, allá donde iba tenía que comprar un adorno para su árbol navideño.
Daba igual que viajase a Euro-Disney que a la Patagonia, India o Kenia. Siempre regresaba de sus viajes con un nuevo adorno. Adorno que, cada vez que colgaba, miraba o embalaba, le recordaba la aventura vivida durante aquel viaje. Recordaba lo que sintió al comprarlo y la emoción de colgarlo por primera vez junto a sus otras docenas de recuerdos.
Pero este año era distinto. Este año no había habido viaje. La crisis también le había golpeado. Como a tantos. De repente se vio llorando. Aún no lo había encajado del todo. ¿Cómo le había pasado esto a él? Tenía un buen empleo, un futuro prometedor que, de la noche a la mañana, se fue al garete. Ahora sabía cúal era el sonido de los sueños cuando se derrumban. Todos los suyos se desmoronaron cuando recibió aquella carta.
Recordó entonces la promesa que se hacía, y que obligaba a hacer a su pareja, cada 7 de enero al recoger los adornos: “Si el año que viene falto, prométeme que sacarás todo esto y lo volverás a colocar”. Lo hacía con el temor de que él ya no estuviese al año siguiente y su pareja, por dolor o por pereza, no quisiera colgar tan felices recuerdos.
Se secó las lágrimas, a pesar de todo es Navidad, pensó. Incluso con la que está cayendo han llegado estas fiestas. Pensó en su familia. Ellos se merecían celebrar la Navidad, como cada año. Pensó también en sus antiguos compañeros que, como él, lo estarían pasando mal. Este año no habría cena de empresa, ni paga extra, ni reyes. Quizás este año sea más triste para la inmensa mayoría de la gente, pero es Navidad, se repitió.
Así que se puso manos a la obra. Abrió con sumo cuidado cada caja cubierta por 330 días de polvo. Desembaló uno a uno cada recuerdo: Las plumas de ángel compradas en Londres, las bolas de cristal de Praga, las de cloisonné de Pekín, los farolillos de Marruecos, las estalactitas de cristal de Copenhague, las estrellas que encontraron en el rastro madrileño…Vinieron a su cabeza los viajes, las aventuras, los regateos en los mercadillos de cualquier parte del mundo, las maravillas que había podido ver y sentir. Eso ya no se lo podía quitar nadie, pensó. Estaban ahí colgados, todos sus recuerdos juntos, tanta gente, tantos kilómetros…
Este año decoraría el árbol con las viejas bolas. Ya vendrán tiempos mejores en los que se pueda añadir algún recuerdo más. Si se pide con fé a los Reyes Magos, seguro que se cumplen los deseos. Convencido de ello, cerró los ojos y sonrió. A pesar de todo, es Navidad.