Señoras y señores, comienza el mayor espectáculo del Carnaval: el gran desfile de comparsas nacional. Abre la marcha, sobre una tartana hecha de agrietados ladrillos y patrocinada por conocidos bancos, Mariano disfrazado de Pinocho, luciendo una hermosa nariz que no deja de crecer. Moviendo sus hilos está frau Angela trasvestida de Geppetto. A la derecha de Mariano está Soraya de señorita Rottenmeier y a la izquierda, De Guindos como pitufo gruñón y Montoro como Eduardo Manostijeras. Detrás va el resto de ministros. Mira, el doble de Aznar, capaz de apagar el sol y parar los vientos. Ahí va Cañete, de verdulera con gorra de gasolinero. Ese armado hasta los dientes es Pedro ‘Rambo’ Morenés. ¡Alabado sea Dios!, la virgen de Fátima, que ha revelado su tercer secreto: una «extremadamente agresiva» reforma laboral, que la patronal, lobo con piel de cordero, ha acogido con palmas y los sindicatos, borregos con piel de lobos, han recibido con pitos. ¿Y ese vestido de chulapo madrileño? Ah, es Ruiz-Gallardón, quien lleva del brazo a la Suprema Diva, que cubre sus vergüenzas con una toga negra con una balanza, algo desequilibrada, bordada en el pecho, mientras sujeta, con la mano derecha, una correa atada al cogote de un Garzón metamorfoseado en chivo.
Escoltando la tartana y haciendo la gaviota desfilan los barones rampantes populares de riguroso azul, aunque hay un verso suelto que da la nota… de color exhibiendo un pañuelo rojo al cuello. Detrás va don Miguel con una caravana de palomos. Y algo más rezagado, Paquito el chocolatero, que se pavonea con su traje nuevo tras su absolución. Entretanto, Urdangarin hace el egipcio, mientras el Rey, vestido de campechano, intenta darle esquinazo.
Tirando del carro va una menguante cabaña de asnos de clase media, que, pese a tener mucho aguante, están en extinción, víctimas de la sobrecarga a la que les someten los amos, de los mercachifles que les sacan la pelleja a latigazos y de los vampiros que les chupan la sangre a sorbitos. Sobre sus cabezas revolotea una bandada de buitres. El lento carruaje es seguido de cerca por los cobradores del frac. Tras ellos va un autobús rosa, conducido por Alfredo, el monje del poder, disfrazado de Largo Caballero, puño izquierdo en alto y capullo marchito en el ojal. En el asiento de atrás, cabizbaja, pese a su eterna sonrisa, va Carme de España, embutida en una bata de cola. A su lado, ido, Griñán, que cuenta las horas como mayoral del cortijo andaluz. En la última fila, un prejubilado de oro de la Universidad reparte collejas a los de delante y rompe cristales. Fuera, chupando rueda, Cayo, el del disputado voto de la izquierda, avanza renquente por culpa de un pedrusco de la cantera de la dehesa que se le ha metido en el pie.
Cierra la comitiva un creciente ejército de nazarenos, con la cruz a cuesta, para los que la Cuaresma ha tiempo que llegó y tiene visos de que se alargará más allá del Jueves Santo, sin que advenga el ansiado Domingo de Resurrección. Y mientras la desesperación lleva a unos a encomendarse a Dios, a otros les empuja a dejarse embriagar por Baco y a unos pocos indignados a hacer frente al toro de Wall Street como valientes forcados. Ya decía Bakunin: «Para escaparse de su miserable suerte, el pueblo solo tiene tres caminos: dos imaginarios y uno real. Los dos primeros son los de la taberna y la iglesia; el tercero es el de la revolución social».
(Publicado en el diario HOY el 19/2/2012)