La crisis ha puesto a los políticos en la picota. Cada vez más gente cree como Marx, pero Groucho, que «la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». No les falta razón, viendo la incapacidad de los políticos de aquende y allende el Rin para sacarnos del trágico enredo en el que nos han metido por flirtear con don Dinero y darle manga ancha.
No es de extrañar, por tanto, que la plebe reciba con vítores iniciativas populistas como las de María Dolores de Cospedal, presidenta de Castilla-La Mancha, de dejar sin salario a los diputados de su región. Sin embargo, coincido con los que piensan, a diestra y siniestra, que eso llevaría a que solo los ricos pudieran dedicarse a la política y la democracia degeneraría en una oligarquía –más aún–. Y los parlamentarios y cargos públicos estarían más tentados de trabajar a sueldo de grupos de presión y corporaciones. Como dice el diputado socialista Diego López Garrido, «quien te paga manda; y si te paga el pueblo estás a su servicio y si no es el pueblo, pues alguien te pagará, a no ser que seas rico, abriéndose la puerta a la corrupción». Eso no quita para que los privilegios y remuneraciones de nuestros representantes sobrepasen, en no pocos casos, los límites de la decencia. Sobre todo viendo que muchos solo pasan por el Parlamento de cuando en vez para pulsar un botón y obligados por el partido.
Aconseja Aristóteles en su ‘Política’ que «muy importante en todo régimen es que las leyes y el resto de la administración estén organizados de modo que no sea posible que las magistraturas (cargos públicos) sean fuente de lucro». Pues, según el filósofo, «el pueblo no se irrita tanto por estar alejado del gobierno como por creer que los magistrados están robando los bienes públicos, porque entonces les molesta ambas cosas: el no participar de los honores y las ganancias».
Y ese es el gran problema, que muchos de nuestros políticos sacan provecho de su poder y cada vez hacen menos política (entendida como servicio público) y más economía. Y en un triple sentido: hay quien utiliza la política para hacer dinero; hay quien la practica para hacérselo ganar a unos pocos ya afortunados, y hay quien la aplica según criterios economicistas. El primero es un arribista, hace de la política una profesión con la que trincar de la caja común y medrar en la escala social. El segundo es mamporrero del gran capital y cruza con frecuencia la puerta giratoria que comunica las Administraciones Públicas con los consejos de administración de multinacionales y bancos. El tercero es el tecnócrata, el hombre de negro, el que toma decisiones en función de que sean eficaces para lograr los objetivos y sin atender a consideraciones ideológicas o sociales: si hay que recortar en educación y sanidad para reducir el déficit, se hace.
Los tres se lucran con la política porque don Dinero acaba captándolos: al primero lo corrompe; al segundo y al tercero los contrata o financia, incluso puede que antes los seleccione, forme y promocione. ¿Cómo ponerles coto? Siguiendo otra recomendación de Aristóteles: que nadie llegue a sobrepasar en poder, ya por los amigos, ya por las riquezas.
(Publicado en el diario HOY el 16/9/2012)