Esta maldita crisis está poniendo a prueba nuestra capacidad de resistencia un día sí y otro también, sobre todo si somos padres, porque nuestra libertad de pensamiento, obra y omisión se ve condicionada por nuestros hijos: todo lo que hacemos lo hacemos en el nombre de ellos. ¿O quizás los utilizamos para justificar y dar sentido a nuestras encadenadas vidas? Sea como fuere, somos capaces de cualquier cosa por nuestros hijos, de lo mejor y de lo peor, de ser un fiero león o un servil camello. Ya decía Nietzsche que “todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal”.
Por amor a nuestros hijos, somos capaces de remover Roma con Santiago, de pedir cuentas al Rey, de desafiar al sursuncorda, de inmolarnos y hasta de matar, si está en juego el pan de nuestros vástagos y en peligro su futuro. Pero también somos capaces de lo contrario: agachar la cerviz, cargar con el muerto, decir “sí bwana” a todo lo que manda el jefe, callar antes las injusticias y humillaciones, traicionar nuestros principios e ideales, abandonar a su suerte a familiares, amigos y compañeros y vender nuestra dignidad por un plato de lentejas que llevar a la boca de nuestra prole y 30 monedas con las que pagarle la Universidad. Preferimos vivir arrodillados antes que nuestros hijos mueran de pie. Es el coste que pagamos por no ser expulsados del círculo infernal de los explotados al círculo de los réprobos (parados, viejos, locos, enfermos, delincuentes) o, peor, al de lo condenados (sintecho, vagabundos, mendigos), siguiendo la cartografía de la misera que pinta el filósofo libertario Michel Onfray tomando como base el ‘Infierno’ de Dante. ERE que ERE, recorte a recorte, nos han metido ese miedo en el cuerpo. Y el miedo es libre, pero nos hace esclavos.
Sin embargo, pudiera ser que traicionando nuestros ideales y acatando ser siervos para que nuestros hijos sean libres acabemos por conseguir que se avergüencen y renieguen de nosotros. Esa es la cruda moraleja de la película ‘Pan negro’ (2010). El niño protagonista de esta historia, que transcurre en la Cataluña rural de la posguerra, pasa de admirar a su padre republicano y compartir sus ideales a desdeñarlo cuando descubre que se ha vendido a los señoritos del lugar y hasta matado por ellos, aunque fuera por garantizarle un buena educación. El chaval nunca perdonará a su padre ni a su cómplice madre.
No es mi caso. Pienso lo que pienso y soy lo que soy por mi padre. Lo que se aprende con babas no se olvida con canas, dice el refrán. Y mi padre me ha inculcado sus principios y convicciones, que es lo más valioso que tengo, predicando y dando trigo. Fue un trabajador ejemplar sin renunciar a sus ideales, hasta el punto de ganarse el respeto de sus jefes, pese a ser una mosca cojonera, como él mismo se define, que daba la cara por los compañeros y no se paraba en barras ante las injusticias. Hasta un jefe le ha reconocido, ya retirados los dos, que dio más a la empresa de lo que recibió de esta. Incluso pudo haber emprendido una prometedora carrera política o sindical, pero rechazó los laureles, sabedor de cuán caro es el precio del poder: la traición a uno mismo. Yo quiero que mis hijos sientan lo mismo que siento yo por mi padre: orgullo. Por eso resistiré hasta la derrota final.
(Publicado en el diario HOY el 3/3/2013)