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Dinero y felicidad

“El dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida que se necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia”, decía Woody Allen. Cierto: garantizada una renta que nos permite vivir sin problemas, ganar más dinero puede hacernos más felices…, pero si lo invertimos en los demás, según sostiene Michael Norton, autor de ‘Happy Money’. Por ende, dar, no recibir; regalar, no gastar en uno mismo; cooperar y ayudar, no competir, nos hacen más felices. En fin, haciendo más felices a otros somos más felices.

La creencia extendida es la contraria, basada en dos cuentos para niños ricos: ‘La fábula de las abejas’ de Bernard Mandeville y la teoría de la mano invisible del mercado de Adam Smith. La moraleja de la primera es que los vicios privados generan beneficios públicos. La tesis de la segunda es que la búsqueda del interés propio da lugar al bienestar de todos. Pero los vicios de Bárcenas, Urdangarin, Correa… y la insaciable búsqueda de rentas de agresivos banqueros con mucho riesgo y poca moral en poco o nada ha contribuido al bienestar general. Al contrario, han originado beneficios privados y pérdidas públicas.

Basándose en esos cuentos, bancos y empresas estimulan a sus directivos con jugosos incentivos y cada vez más salario variable. Ello es para economistas como Stiglitz y hasta para el FMI una causa de la crisis financiera, ya que animó a ejecutivos miopes y codiciosos a tomar excesivos riesgos e incluso decisiones no éticas en busca de mayores ganancias a corto plazo, sin medir las consecuencias a largo. Y tanto fue el cántaro a la fuente que hizo crash. Porque, como dice Stiglitz en ‘El precio de la desigualdad’, esos incentivos iban dirigidos no a crear riqueza sino a arrebatársela a los demás y no estaban ligados al rendimiento.

Para Stiglitz un buen sistema de incentivos podría basarse en cómo rinde una empresa en comparación con las demás de su sector. Pero, como dice el nobel, puede que a los individuos les motiven más las recompensas intrínsecas (la satisfacción de hacer bien un trabajo) que las extrínsecas (el dinero). Asimismo, advierte que los incentivos individuales pueden socavar el trabajo en equipo, esencial para el éxito de una compañía, porque puede desatar una competencia destructiva entre los empleados: no solo se afanarían en rendir más, sino también en que sus compañeros (vistos como rivales) rindieran menos, en zancadillearles, mermando la productividad de la empresa. En cambio, creo con Stiglitz que puede facilitarse la cooperación con una remuneración que dependa del rendimiento del equipo. Sin embargo, la teoría económica estándar menosprecia este tipo de incentivos al sobrestimar el egoísmo y subestimar la importancia de la “conectividad personal”. Como explica Stiglitz, los individuos trabajan duro para complacer al resto de su equipo y porque creen que es lo correcto.

En la misma línea, Norton subraya que una necesidad humana básica es encajar en algún sitio y con algunas personas; para ello buscamos conectar y recibir el reconocimiento de los demás. Como decía en una entrevista con Punset, “es muy duro estar trabajando solo sin que haya otra gente implicada de algún modo en lo que haces”; “somos muy, muy infelices cuando estamos solos”, porque solos no vamos a ninguna parte.

(Publicado en el diario HOY el 30/6/2013)

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