Estoy de acuerdo con el ministro Wert en una cosa: es necesaria una reforma educativa. Lo confirma que casi la mitad de los españoles han dejado de estudiar antes de los 18 años, es decir, no han cursado estudios superiores, según un informe de la OCDE, el club de los países ricos. Y a más instrucción más posibilidades de encontrar trabajo: están parados el 26,4% de los que han acabado ESO, el 19,2% de los bachilleres y el 11,6% de los universitarios. Esto, explica, en parte, el elevado desempleo, sobre todo, juvenil, porque muchos dejaron las aulas con entre 16 y 18 años para subirse al andamio o vender pisos, atraídos por el ‘boom’ del ladrillo.
Ahora bien, la reforma de Wert tiene un tufillo totalitario y nos retrotrae a una enseñanza de palmeta y escapulario. Devuelve a la Iglesia Católica la influencia perdida en la educación -pese a que nuestro Estado es aconfesional, que no laico-, equiparando la Religión con las asignaturas troncales como Lengua y Matemáticas, pues contará para las becas, la media del curso y repetir. También recoge otras demandas de los obispos, como la financiación pública de los centros que separan chicos y chicas y la eliminación de la polémica Educación para la Ciudadanía (EpC). En su lugar, las alternativas a la Religión serán Valores Culturales y Sociales en Primaria y Valores Éticos en Secundaria. Los críticos con EpC la tachaban de sectaria, de transmitir la doctrina zapaterista; pero temo que se haya cambiado el libro rojo por el azul y que el PP convierta las materias de Valores en su particular catecismo.
Con todo, lo peor es que el modelo educativo de Wert y Rajoy es selectivo, clasista y elitista, pero no solo porque cierra las puertas de la universidad a quienes no son ni ricos ni brillantes, elevando la nota requerida para recibir beca, sino también porque exacerba lo que el profesor James C. Scott llama “la gran tragedia del sistema de educación pública”, que es “una factoría que produce un único producto”. ¿Y cuál es este producto según Scott? “Es una cierta forma de inteligencia analítica, de concepción muy estrecha y que, se supone, puede ser medida mediante exámenes”. Y la Lomce recupera las franquistas “reválidas”, que los alumnos deberán superar al finalizar cada etapa educativa para pasar a la siguiente. Asimismo, cada universidad o facultad puede añadir una prueba de acceso propia. El alumno que suspenda la “reválida” del final del Bachillerato podrá acceder a la FP de grado superior.
Con ello se pretende “fomentar la competitividad y la cultura del esfuerzo”. Por ende, los estudiantes se juegan su futuro en un carta: su movilidad social y laboral y sus oportunidades en la vida dependen fundamentalmente de un examen. Eso desatará una carrera de ratas, intensificará la lucha por entrar en las escuelas con mejor reputación.
Pero, como advierte Scott, quienes cateen esos exámenes que evalúan la inteligencia analítica pueden estar dotados de otras muchas formas de inteligencia (emocional, ética, creativa, artística, mecánica…) que el sistema educativo no enseña ni valora y que, como mucho, solo hallan un lugar marginal o secundario en actividades extraescolares o estudios de FP o universitarios desprestigiados, concebidos como limbos donde acaban los tontos, descarriados y maleducados.
(Publicado en el diario HOY el 8/9/2013)