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La verdad aunque duela

Rajoy podrá decir misa, pero dudo que 2014 sea «mucho mejor» que el horrible 2013. Quizás es que estoy perdiendo la fe. Por lo pronto, ha empezado de pena: con despidos y despedidas. El quinto jinete del Apocalipsis, la crisis (y los que se aprovechan), sigue llenando las fosas comunes de las oficinas de empleo. Sus manos tijeras hacen ya pocas distinciones de clase, mas aún distingue más a los de arriba.

La que no se anda con distingos es la Parca. El día 3 segó la vida de mi maestro Manuel de Unciti, con 83 años recién cumplidos. Manolo era sacerdote y periodista, pero, sobre todo, un misionero que llevaba África en el corazón, aunque ejerció en el Primer Mundo, dedicándose en cuerpo y alma a dar testimonio de la labor de sus colegas en los pueblos del Tercer Mundo, a los que amó hasta el final. Este pequeño gran donostiarra madrileño era un torbellino de vitalidad capaz de asfixiarte de un abrazo. Su infantil sonrisa rivalizaba con la de Mandela. Era un hombre de Dios, pero no lo buscaba en la lejanía de las altas nubes, sino en los talones. Era el más terrenal de los espirituales y el más sobrio de los espirituosos. No tenía bolsillos, como decía de Dios. En sus manos, por palmas tenía agujeros. No llevaba una vida franciscana, pero tampoco dominica. Era de una austeridad epicúrea. Hizo de un chalé de la madrileña calle Rosa Jardón su particular jardín, que bautizó como ‘Residencia Azorín’. Su fin: formar periodistas cristianos, pero, ante todo, personas. Por allí, pasaron cientos de discípulos, ahora diseminados por medios y gabinetes de comunicación y universiades de todo el país.

Algún maldiciente llegó a reprocharle que tuvo discípulos pero no epígonos. ¡Y qué! Era un pastor de pastores, no de borregos. No sermoneaba, debatía, incluso acaloradamente y hasta el amanecer. No adoctrinaba, orientaba. Era un teólogo en vaqueros, más de Evangelios que de catecismo, que gustaba de pinchar, aguijonear conciencias, al modo socrático, hasta hacernos parir la verdad que llevamos dentro. «La verdad aunque duela», nos repetía, porque la verdad nos hace libres. Así nos inculcó un espíritu libre y un pensamiento crítico; aun a riesgo de que algunos de sus ‘hijos’, pues para la mayoría era como un segundo padre, acabaran apartándose de su camino, su verdad y su vida. Pero, como el nazareno, siempre sintió predilección por los hijos pródigos. Doy fe. Manolo tenía la virtud de no morderse la lengua, lo que levantaba ampollas entre el sanedrín más carcunda, que intentó silenciarlo. Pero hasta casi el último aliento sembró sus opiniones por la prensa religiosa y generalista, incluida esta casa. «Nulla dies sine linea».

Fe y razón eran los inseparables báculos de los que se servía para llegar a la verdad, que sabía que no la hallaría en la cima de la montaña, sino en la falda. Siempre apartó de sí el cáliz dorado del poder, sabedor de lo que emborracha su abuso. Ni púrpura, ni curia ni sinecuras. ‘Vade retro’. Eso sí, nunca dejó de ser un hijo de la Madre Iglesia. Por eso, le dolía más que nada la deriva que tomó de la mano derecha de Juan Pablo II y Ratzinger. Él anhelaba y predicaba una Iglesia abierta, dialogante, de los pobres y para los pobres. Al menos, vivió lo suficiente para ver cómo la barca de San Pedro empieza a enderezar su rumbo gracias a la mano izquierda del papa Francisco. Si es que, Manolo, al final siempre te sales con la tuya. Como buen vasco, nadie te gana a cabezón, salvo Yupi, el de Huesca, y Dios, que por algo decías que era aragonés. Doy fe.

(Publicado en el diario HOY el 12/1/2014)

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