Cierto, el de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, no ha sido un asesinato político sino de un político. Sin embargo, voceros diestros en la intoxicación informativa se apresuraron a vincular torticeramente este crimen con los escraches, alertando de cuál puede ser la fatal consecuencia de señalar a políticos como culpables de problemas sociales y laborales. Los reprobables comentarios en las redes sociales celebrando o justificando el asesinato de Carrasco han dado argumentos a los que sostienen esa falacia, y nuestro ministro del Amor, Jorge Fernández, quiere endurecer los castigos para quienes hagan apología de la violencia, injurien, calumnien, vejen o inciten al odio a través de Twitter, Facebook o Youtube. Para algunas asociaciones judiciales eso es «cercenar la libertad de expresión», algo propio de dictaduras, porque «solo un estado autoritario puede equiparar mala educación y delito». Ya avisa el ensayista italiano Paolo Flores d’Arcais que con un gobierno de derechas la democracia está en libertad vigilada.
Ahora bien, este crimen es efecto de una forma caciquil, y no excepcional en el cortijo nacional, de hacer política, la de alguien no acostumbrada a rendir cuentas con la que han acabado ajustando cuentas. Es fruto del odio acumulado por una joven arribista y su posesiva madre contra la todopoderosa madrina a cuya sombra la hija quiso medrar y hacer carrera política y profesional. Mas la chica cayó en desgracia y su imperiosa jefa la mandó al ostracismo. Resentidas, madre e hija decidieron poner fin a esta historia de poder y ambición matando a la causante de su rabia.
Pero ni siquiera liberar a Roma de un tirano justifica el crimen de Bruto. Como dice Albert Camus, «crimen y rebeldía son contradictorios». El rebelde no reivindica la libertad absoluta, que es la de matar, sino una libertad que tiene su límite en la de otro ser humano. En este mundo de comerciantes y policías, «hoy más que nunca ‘democracia’ corre el riesgo de no significar nada» y de involucionar hacia la tecnocracia y la plutocracia, advierte Flores d’Arcais, para quien el principio básico de la democracia es «una cabeza, un voto». Así, el voto, a un tiempo un derecho y un deber, es la principal arma del ciudadano para luchar por la democracia frente a la peste política que la corrompe. Por tanto, no votar es claudicar. La abstención favorece el bipartidismo, es apoyar pasivamente, aunque no se pretenda, el ‘establishment’. Que se lo digan a IU en Extremadura. Solo tendría sentido como protesta si se exigiera que la participación superara el 50% para que unas elecciones fueran válidas. El 25 de mayo son las europeas y está en juego más de lo que parece. Para bien y para mal, España pertenece a la UE y muchas decisiones trascendentales para ella se toman en Bruselas. Por ende, no nos da igual quien mande en las instituciones europeas. Decía Camus: «Toda crisis histórica termina en instituciones. Si no podemos nada contra la crisis misma, (…) sí podemos algo en las instituciones, puesto que podemos definirlas, elegir aquellas por las que luchamos e inclinar así nuestra lucha en su dirección». Es hora de que movimientos como el 15M pasen de la plaza al Parlamento. Como dice Flores d’Arcais, «la indignación tiene sentido como prólogo de la acción, y la plaza debe hallar el coraje de conseguir su proyección parlamentaria, si no quiere que la política institucional, que al fin decide, siga siendo siempre ‘cosa de ellos’». En fin, si ‘ellos’ le indignan, no los mate ni los insulte, simplemente vote a otros.
(Publicado en el diario HOY el 18/5/2014)