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La peste

Los gazatíes se encuentran entre la espada israelí y la pared de Hamás. Son las víctimas colaterales del enésimo duelo a muerte entre un agigantado David que exhibe altanero una estrella gamada y un empequeñecido Goliat que porta adherido al cuerpo un cinturón de explosivos. Los gazatíes padecen dentro de su franja el temor de Alá impuesto por el Movimiento de Resistencia Islámico, que con una mano les da pan y con la otra, blandiendo el Corán y la Sharía, les martillea la cabeza. Y a la vez sufren la ira que Yavé descarga en ellos desde fuera, desde la tierra de promisión que les arrebataron los judíos.

Cuesta creer que parte de un pueblo que se cree elegido por Dios y perseguido hasta el holocausto nazi quiera borrar del mapa a otro. Mas hay que tener una fe ciega para convertirse en una bomba humana e inmolarse y matar en nombre de Dios.

Pero es que el sionismo (que no representa a todos los judíos ni israelíes) y Hamás (que no representa, ni mucho menos, a todos los palestinos) tienen su razón de existir en el exterminio del otro. La carta fundacional de Hamás parece escrita por Hitler. Y el régimen sionista parece diseñado por los ingenieros sociales bóeres que perpetraron el ‘apartheid’ en Sudáfrica. Para ambos bandos no hay más solución al conflicto israelo-palestino que la final, es decir, la eliminación del contrario. Nada de coexistencia pacífica de dos estados, como clama la comunidad internacional. Una comunidad, liderada por el amigo americano, que, no obstante, tolera a Israel lo que no tolera a sus enemigos árabes: pasarse por el arco del triunfo las resoluciones de la ONU y el Derecho Internacional. Si los palestinos hubieran hecho a los hebreos lo que ellos les están haciendo, me temo que ha tiempo que Estados Unidos les habría mandado los marines y que hubieran corrido la misma suerte que afganos, iraquíes y libios. Amén de que en ese culo del mundo no hay petróleo que valga, aunque está muy cerca de donde sí hay pozos de ambición. Esa es la justicia universal que aplica el gendarme del planeta con las manos pringadas de oro negro.

El Estado israelí no cumple ni la ley del Talión, porque por cada ojo y diente de lo suyos se cobra setenta veces siete ojos y dientes palestinos, sin discriminar por sexo o edad. Desde que el 8 de julio iniciara su última ofensiva sobre Gaza, las tropas hebreas han matado a más de 1.500 palestinos (la mayoría civiles y muchos niños) y las milicias de Hamás, que no obedece más ley que la islámica, a una sesentena de israelíes (casi todos soldados).

Ante tamaña barbarie uno no puede permanecer neutral. Pero repudiar el genocidio ejecutado por el Ejército israelí no significa apoyar a Hamás. Y oponerse a Hamás no supone alinearse con el Gobierno de Tel Aviv. Ambos bandos son plagas. Como Tarrou, personaje de la novela ‘La peste’, de Albert Camus, «sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas» y, no pudiendo ser santo, hay que esforzarse en ser médico. Por eso, al igual que Tarrou, «me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir». Es la única manera de alcanzar la paz.

(Publicado en el diario HOY el 3/8/2014)

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