Hace 50 años, Martin Luther King tuvo un sueño que aún no se ha cumplido. Un botón de muestra es la muerte de un joven negro de 19 años en Ferguson (Misuri) tiroteado por un policía blanco. El presidente estadounidense será negro, pero negros y blancos todavía no son iguales ante la ley y la Justicia en Estados Unidos; quizás en el norte, pero no en el sur; quizás en Washington o Nueva York, pero no en Misuri. El negro es culpable hasta que se demuestre lo contrario. El negro tiene más puntos para ir a la trena y pasar una larga temporada en ella. No pocos blancos americanos miran aún con ojos de amos a los negros, a los que cuesta el doble ascender en la escala social y alcanzar los logros de los blancos. Porque la vieja dialéctica hegeliana del amo y el esclavo está lejos de resolverse. El poder es blanco, aunque se delegue en un negro, si bien de alma y bolsillos blancos. Porque quien dice poder, dice dinero. Y el dinero está en manos blancas. Y la pobreza tiene el rostro moreno. Ese es el quid. Creo que la mayoría de los estadounidenses blancos no son racistas, sino clasistas. No temen al negro; temen al negro pobre de solemnidad, ese que es carne de crack o cristal, ese predestinado a servir o recoger la basura a los blancos. Temen que ese se vuelva una pantera negra, se arranque definitivamente las cadenas que aprisionan su mente y reclame por las malas lo que no se le reconoce por las buenas. Temen que revueltas esporádicas como la de Ferguson devengan en una revolución.
Con igual mezcla explosiva de desdén y temor, no pocos payos españoles tratan aún «a los gitanos, moros, sudacas y gente de mal vivir». Porque entre pobres también hay clases; no es lo mismo comer altramuces que las cáscaras que desechamos. Hasta el nuevo adalid de los pobres de España, Pablo Iglesias, no está libre del pecado del clasismo. Lo demostró cuando tachó de «lúmpenes», «gentuza de clase mucha más baja que la nuestra» a unos chorizos con los que, en 2002, tuvo un enfrentamiento a puñetazos cuando irrumpieron para robar en un centro social okupado de Madrid en el que estaba reunido con compañeros de militancia. Cierto que luego pidió disculpas por su «desliz» y que admitió que fue un «arrogante» y que no podía excusarse ni en Karl Marx, quien calificaba como lumpemproletariado a los marginados sociales (mendigos, prostitutas, delincuentes de baja estofa…) sin conciencia de clase susceptibles de aliarse con la burguesía a cambio de su caridad.
Sin embargo, en la actualidad el principal aliado de las élites es la lumpemburguesía. Como tal, el economista y sociólogo neomarxista alemán André Gunder Frank definía a las clases medias y altas (mercaderes, abogados, industriales, etc.) latinoamericanas que colaboraban con los amos coloniales en la explotación de sus países. Esa lumpemburguesía también existe ahora en España, EE UU y otros países del primer mundo en crisis y son cómplices, por activa o por pasiva, de las élites extractivas (económicas y políticas) que, según los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson, se apartan de la obtención del bien común, ponen las instituciones a su servicio y elaboran un sistema que les permite, sin crear riqueza, detraer rentas de la mayor parte de la ciudadanía en beneficio propio. La lumpemburguesía apoya y perpertúa este expolio a cambio de las migajas que le dan esos golfos apandadores que han hecho negocio con la crisis que provocaron y que nos están robando el futuro. A estos hay que temer.
(Publicado en el diario HOY el 24/8/2014)