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Correr

Correr probablemente sea el deporte más antiguo del mundo, pero quizás nunca haya sido tan popular. Sus aficionados se han multiplicado exponencialmente en los últimos años, coincidiendo, curiosamente, con la crisis. Puede que sea porque correr es el ejercicio físico más barato y más eficaz para perder esos kilitos de más; aunque también porque ayuda como nada a prevenir las dos enfermedades más extendidas en nuestra sociedad capitalista: la depresión y la ansiedad, y más en estos tiempos difíciles en los que aún cuesta ver un claro en el cielo por más que diga nuestro señor presidente que «estas Navidades serán las primeras de la recuperación» y que «en muchos aspectos la crisis es historia del pasado».

Yo soy uno de esos noveles corredores populares que ha comprobado en sus carnes cuán cierto es aquello de «mens sana in corpore sano». Siempre he hecho algo de deporte y de lo que antes los esnobs llamaban ‘footing’ y ahora ‘running’, pero es en la segunda mitad de este año cuando me he puesto en serio a eso de correr, siguiendo, incluso, un plan de entrenamiento diseñado por mi amigo Antonio Lorenzo, avezado maratoniano con muchos kilómetros en las suelas de sus zapatillas. Es más, ya he participado en un par de medias maratones. Ser corredor de fondo me ha ayudado a tomarme la vida de otra manera, como una carrera de resistencia y persistencia, en la que no importa llegar antes sino llegar más lejos, en la que uno no compite para ganar, sino solo compite consigo mismo, buscando y ampliando sus límites, y en la que lo importante no es alcanzar la meta sino recorrer el camino que te lleva a ella. Ser corredor de fondo también te ayuda a ser disciplinado, tenaz y paciente y a tener una visión a largo plazo.

En este sentido, el fondista corre a contracorriente de la sociedad capitalista. El capitalismo es hijo de las prisas y la desmesura, es impaciente, impetuoso y cortoplacista, y valora el éxito rápido, efímero y fulgurante. El capitalismo necesita producir más y más en el menor tiempo posible y con el menor coste. Para ello, estimula en la gente una perenne insatisfacción que le incita a desear más y más y a consumir más y más para intentar, en vano, saciar esa ansiedad. El símbolo sagrado del capitalismo es la mercancía barata y su templo, el centro comercial.

El maratoniano alcanza su apogeo en la edad madura, pasados los 30, pues, amén de buenas piernas, debe tener la fortaleza mental para sufrir que dan los años. En cambio, el capitalismo exalta la impetuosa juventud y desprecia la serena madurez. Se da la gran paradoja de que mientras los gobiernos quieren que nos jubilemos cada vez más tarde para sostener el sistema de pensiones, pasados los 45 años ya eres un lastre, un capital humano obsoleto para las empresas. Los trabajadores mayores de 45 años despedidos van a la fosa común laboral, pues nadie los quiere contratar por viejos.

Como decía el mítico fondista checho Emil Zatopek, conocido como ‘La locomotora humana’, ganador de cuatro oros olímpicos y una plata, «si quieres ganar, corre los cien metros; si quieres experimentar la vida, corre maratones». Sin embargo, el capitalismo ensalza al velocista y ningunea al fondista, o lo que es lo mismo: antepone el triunfo a la vida, vencer a vivir.

(Publicado en el diario HOY el 14/12/2014)

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