Advertía la semana pasada que la solidaridad con los refugiados también será una moda pasajera y los hechos me están dando la razón. Alemania ha suspendido el acuerdo de Schengen, ha restablecido los controles en sus fronteras y planea endurecer el derecho de asilo. Varios países de la Europa del Este parecen haber olvidado su pasado reciente, cuando rompieron el telón de acero y fueron acogidos por la Europa ‘libre’, y bloquean el reparto de asilados en la UE. A la cabeza está Hungría, que sigue levantando muros de espinos en sus lindes y expulsando desplazados hacia Serbia y Croacia, y esta le devuelve la patata caliente.
Al mismo tiempo se extiende el discurso de que quizá fue un error derrocar a Sadam Husein en Irak y Muamar el Gadafi en Libia, así como apoyar a la insurgencia contra Bashar al Asad en Siria. El argumento es que eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta, porque eran el dique que mantenía a raya a los integristas islámicos y nos defendía de las invasiones bárbaras; si bien el precio de su impagable servicio lo pagaban sus súbditos. Ese discurso de la ‘realpolitik’ está íntimamente ligado al ultraliberalismo rampante, porque se basa en el dogma de que para que unos pocos vivamos bien, otros muchos deben vivir mal; o sea, la prosperidad del primer mundo se asienta en la precariedad del tercero.
No seré yo quien defienda la intervención militar de EE UU y sus aliados en Afganistán, Irak y Libia. Fue un error, porque entraron como un elefante en una cacharrería, pegando coces al avispero. Y también lo fue apoyar a todo el que se opusiera a sus sátrapas, sin considerar si era peor el remedio que la enfermedad. El fin era, al parecer, imponer allá la democracia como fuera, a bombazos si era preciso. Pero el fin no justifica los medios, sino son los medios los que justifican el fin, y Washington y sus vasallos alimentaron señores de la guerra y monstruos como Al Qaeda o el Estado Islámico para tumbar el Afganistán soviético y a caudillos que osaron morder la mano que les daba de comer.
El haber tolerado o sostenido durante demasiado tiempo esas tiranías por el de siempre, el poderoso caballero, y no haber apoyado a la oposición democrática abonó el odio de la ciudadanía del que se nutren los nuevos viejos de la montaña. El ejemplo más palmario es Irán. En 1953, EE UU y el Reino Unido organizaron un golpe de Estado que derribó el gobierno democrático de Mossadeq porque nacionalizó el petróleo y toleró el Tudeh, el partido comunista iraní, y restablecieron en el trono al Sha Mohamed Reza Pahlevi, quien instauró una dictadura monárquica y cleptocrática. Se puso así el huevo de la serpiente islamista, que eclosionaría con la revolución liderada por el ayatolá Jomeini en 1979 que destronaría al Sha e implantaría la actual Revolución Islámica.
Los verdaderos enemigos de nuestras democracias no vienen de fuera, están dentro de nosotros. Son, como explica el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales Tzvetan Todorov, el mesianismo (que dio lugar a la invasión de Irak y a otros intentos de imponer por la fuerza la democracia), el ultraliberalismo (el imperio de la economía por encima de la política, el desmantelamiento del estado del bienestar) y el populismo y la xenofobia (el miedo al extranjero, el aumento del nacionalismo excluyente). Con la crisis de los refugiados estos ‘enemigos íntimos’ están rearmándose.
(Publicado en el diario HOY el 20/9/2015)