Donald Trump no está decepcionando ni a propios ni extraños; está cumpliendo todo lo que prometió y por lo que lo votaron. Si alguno pensó que el poder lo moderaría, que abandone toda esperanza. Él, al menos, no se esconde, va con su posverdad por delante y airea a los cuatro vientos sus trucos de ilusionismo desde la Casa Blanca, que ha convertido en un plató de televisión y dirige como un ‘reality show’. En cambio, la vieja, pacata e hipócrita Europa le afea en público lo que ella hace a hurtadillas.
No hay que irse a la frontera entre Estados Unidos y México para ver el muro de la vergüenza. Ni siquiera a Hungría. «La misma crítica que se hace al muro de Trump, la merecen las vallas de Ceuta y Melilla», denuncia el presidente de la Comisión Catalana de Ayuda al Refugiado (CCAR-CEAR), Miguel Pajares.
Asimismo, la civilizada Europa, mientras llama a tener «el valor de refutar la retórica de los demagogos» y se rasga las vestiduras porque esa «amenaza exterior» que es Trump ha vetado la entrada en EE UU de los ciudadanos de varios países de mayoría musulmana, paga al gendarme turco, dóberman de la misma rehala que el pitbull americano, para que mantenga a raya y no deje pasar a las hordas de desheredados que huyen de la guerra y la miseria. Porque, como deplora Pajares, «hay toda una política europea de impedir que los refugiados lleguen que vulnera la convención de Ginebra y los tratados internacionales» y que nada tiene que envidiar a la de Trump.
La trágica consecuencia es que el Mediterráneo se ha convertido en un gigantesco cementerio, en el que solo el año pasado fueron sepultadas más de 5.000 personas, y que el general Invierno hace estragos entre los más de 60.000 refugiados confinados en Grecia y Serbia a la espera de ser reubicados dentro de la UE, un compromiso que adquirieron los Veintiocho presionados por la conmoción causada por la muerte fotografiada del niño Aylan en una playa turca y que están cumpliendo, como dice Pajares, a un «ritmo vergonzosamente lento».
Más de un año después de que Aylan perdiera la vida a las puertas de la fortaleza europea, poco o nada ha hecho Europa por evitar la misma suerte a otros cientos de niños. El penúltimo ha sido Samuel, de seis años, cuyo cadáver fue hallado hace unas semanas en la arena de Barbate, tras naufragar la patera en la que viajaba con su madre desde Marruecos, adonde llegó procedente del Congo, país maldito por sus riquezas minerales que se desangra en un conflicto sempiterno y olvidado.
En suma, la aberrante política migratoria del bárbaro americano apenas se diferencia de la de la civilizada Europa. Uno solo dice y hace lo que la otra calla y paga para que otros hagan. Mientras el ‘sheriff ’ estadounidense se comporta como Harry el sucio, Europa ejerce la maquiavélica diplomacia de Joseph Fouché. Como dice Stefan Zweig en su biografía del taimado político francés, «diariamente volvemos a ver que en el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de incomovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales a los que llamamos diplomáticos, esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos».
(Publicado en el diario HOY el 5 de febrero de 2017)