El formidable edificio común europeo cumple 60 años. Su estado no es ruinoso, pero sí preocupante. La crisis ha abierto unas grietas que amenazan con echarlo abajo. Una crisis que no solo es económica, sino, como ha dicho el papa Francisco, también de la familia y los modelos sociales, de las instituciones y de los migrantes: «Tantas crisis que esconden el miedo y la profunda desorientación del hombre contemporáneo». Ese miedo ha alimentado los populismos, sobre todo de extrema derecha, el enemigo más temible de la construcción europea junto al terrorismo, pues se retroalimentan. Esos populismos nacen del egoísmo, como ha advertido el pontífice, y recalcan las diferencias sobre las coincidencias. El egoísta ve al diferente, al extranjero, al que huye de la guerra y la miseria y suplica asilo como a un enemigo, porque teme que le arrebate lo que considera suyo y solo suyo por derecho propio.
El lúcido Bergoglio dice, y dice bien, que la antítesis del egoísmo es la solidaridad y, por eso, es «el antídoto más eficaz» contra los populismos. La solidaridad es la base sobre la que se ha levantado la Unión Europea y la que ha dado al Viejo Continente paz y estabilidad tras siglos de guerra perpetua. Mas ahora es un valor en baja. El déficit más grave de la UE no es presupuestario, es de solidaridad. Muestras de que sus miembros aún anteponen sus intereses nacionales a los comunitarios han sido el ‘brexit’ y la gestión de las crisis económica y migratoria.
La mayor amenaza a la que se enfrenta la UE no es exterior, es interior; no son los otros, somos nosotros; no son las invasiones bárbaras, son las disputas internas. La Unión está partida en dos por partida doble. Entre el Este y el Oeste, por un lado. Y el Norte y el Sur, por otro.
La crisis de los refugiados ha ahondado las diferencias entre la Europa Oriental y la Occidental. Casi tres décadas después de la caída del muro de Berlín, algunas antiguas repúblicas comunistas parecen haber perdido la memoria histórica: se han alineado en un frente antiinmigración y se han lanzado a levantar nuevos muros a imagen y semejanza de las vallas de Ceuta y Melilla. Los xenófobos y eurófobos aún no gobiernan en Holanda o Francia, pero sí en Polonia o Hungría.
Por su parte, la crisis financiera, que llevó a la bancarrota y obligó a rescatar, bajo draconianas condiciones, a Grecia, Italia, Irlanda, Chipre o España, ha agrandado la brecha entre la rica Europa septentrional y la pobre Europa meridional. Reflejo divergente de ello han sido unas recientes y polémicas declaraciones del presidente del Eurogrupo en que dejó caer que los juerguistas socios del Sur se gastan el dinero en alcohol y mujeres y luego piden ayuda a los del Norte. Al deslenguado Jeroen Dijsselbloem le han llovido palos a diestra y siniestra por esas palabras. Sin embargo, lo que el socialdemócrata holandés ha dicho en alta voz lo piensan más de uno y de dos de sus colegas en Ámsterdam, Berlín, Viena o Bruselas.
En definitiva, la crisis de la UE es una crisis existencial, hamletiana, en la que está en juego su superviviencia y su identidad. Ser o no ser, ese es el dilema al que se enfrenta Europa. Y cuanto más solidaria, más Unión será. Ya demostró Kropotkin frente a los darwinistas sociales que la cooperación y la ayuda mutua contribuyen más a la conservación y la evolución de una especie o una sociedad que la competencia y la lucha.
(Publicado en el diario HOY el 26 de marzo de 2017)