En 1853, Herman Melville escribió ‘Bartleby, el escribiente’, una de sus mejores y más controvertidas obras. Narra la historia del tal Bartleby a través de un abogado que tiene su oficina en Wall Street y que, «en la tranquilidad de un cómodo retiro, trabaja cómodamente con los títulos de propiedad de los hombres ricos, con hipotecas y obligaciones». El letrado tiene tres empleados, pero no son suficientes para hacer el trabajo de la oficina y contrata a Bartleby como amanuense.
Al principio, nuestro protagonista se muestra como un empleado ejemplar. Sin embargo, cuando el abogado le pide que examine con él un documento, Bartleby contesta: «Preferiría no hacerlo» y no lo hace. A partir de entonces, rehúsa con la misma frase cada nuevo requerimiento de su patrón, aunque continúa trabajando en sus tareas habituales con la misma eficiencia, hasta que un día decide dejar de escribir y es despedido…
No destriparé el desenlace de un relato que se ha prestado a múltiples interpretaciones por parte de diferentes autores y que, en palabras de Borges, prefigura a Kafka y del que también es deudor declarado Albert Camus y su filosofía del absurdo. Para los filósofos Bartleby es un nihilista estoico o un escéptico, para los religiosos un místico contemplativo, para los psiquiatras un paranoico esquizoide aquejado de mutismo, para los políticos un anarquista antisistema. En este último sentido, ha sido descrito como «una tuerca del engranaje que prefiere no seguir ejerciendo su función» y ha sido considerado un practicante de la desobediencia pasiva y pacífica al estilo de David Henry Thoreau y Gandhi. Porque el primer acto de rebelión es decir no. «A un espíritu que dice no con truenos y relámpagos, el mismo diablo no puede forzarlo a que diga sí», escribe Melville a su amigo y también escritor Nathaniel Hawthorne. «Porque todos los hombres que dicen sí mienten», concluye Melville. Y son cómplices del poder y sus imposturas.
Basta que un individuo haya aceptado vivir en la mentira para consolidar el sistema, como dice Václav Havel. Por eso, para el expresidente de Checoslovaquia, negarse a vivir en la mentira y decir la verdad es el arma más eficaz y corrosiva para combatir el sistema; es el poder de los sin poder.
Así, para cambiar un sistema corrupto, bastan algunos hombres buenos con arrestos para cantarles las verdades del barquero al poder; basta un puñado de Bartleby, de hombres honestos que digan sin miedo «preferiría que no» al patrón de turno cuando le ordene hacer algo inmoral, incorrecto, en definitiva, que está mal.
¿Y dónde están esos hombres honestos? Diógenes de Sínope, el cínico, los buscaba lámpara en mano a pleno luz del día, pero quizás no porque escaseen sino porque no brillan, no se dejan ver con facilidad, actúan en el anonimato, no hacen ostentación de su honestidad, simplemente cumplen con su deber y su conciencia. Son gente como el funcionario catalán que se niega a participar en los preparativos del referéndum del 1-O por ser ilegal. Son gente como el ingeniero Francisco Rebollo, el responsable del alumbrado municipal de Almendralejo que es apartado de sus funciones por el alcalde, José García Lobato, implicado por la UCO en el caso Púnica, al negarse a ser una pieza en el engranaje de la corrupción.
(Publicado en el diario HOY el 17 de septiembre de 2017)