La escritora croata Slavenka Drakulic distingue dos maneras de superar las guerras, la española y la alemana: «La española es, o al menos era, dejar el pasado dormir en paz, sin evocar los espíritus malignos del nacionalismo o el fascismo. La alemana es confrontar el pasado fascista a pecho descubierto para poder seguir adelante sin las cargas del pasado».
Me inclino por la alemana, porque creo con George Santayana que «aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo». Por esta razón, defiendo la Ley de Memoria Histórica, que acaba de cumplir diez años. Pero el ahijado político de Fraga la ha dejado en papel mojado al cortarle el grifo público.
No obstante, Tzvetan Todorov advierte que en las democracias el poder no debe controlar el ayer ni corresponde a la ley contar la Historia; le basta con castigar la difamación o la incitación al odio. A su juicio, «sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril». Tiene que ver con lo que llama la memoria literal, que considera la experiencia propia más importante y grave que las demás y tiende a convertir la pasada condición de víctima en un capital rentabilísimo, en fuente de privilegio y legitimación del mal infligido a los otros. Que se lo digan a serbios, croatas, israelíes o integristas islámicos.
El premio Príncipe de Asturias propone pasar de la memoria literal a la ejemplar. Mientras la literal, resentida, enquista el trauma del pasado, lo hace insuperable, la ejemplar aprovecha las lecciones de las injusticias sufridas antaño para combatir las de hogaño. Así, la memoria es buena cuando sirve a la verdad y la justicia y es mala cuando sirve a la venganza y la violencia.
No se trata de que la memoria sea preferible al olvido o al revés. El pensador búlgaro matiza que sin olvido no hay memoria, pues esta es el pasado filtrado y reconstruido. Jorge Semprún reconocía que en los 50, si no hubiera podido olvidar su experiencia en el campo de concentración, habría quedado atrapado en ese horror. En cambio, al final de su vida, hablaba de Buchenwald, de cómo había sobrevivido, de si se sentía culpable por ello. Y, explica Todorov, en cierto modo fue una evolución general: «En Europa no se estudió mucho la II Guerra Mundial entre 1945 y 1960. Solo después hubo una nueva interrogación de la memoria, como si hiciera falta que pasara una generación. Ocurre a menudo».
Ha ocurrido en España. Gabriel Jackson diagnostica que, muerto el Caudillo, la mayoría de la gente calló durante los primeros 20 o 30 años de la monarquía constitucional, porque no había seguridad de cuánto iba a durar la libertad recién adquirida o porque aceptaba que era mejor olvidar, no remover las brasas de la Guerra Civil. Mas es el momento de hacer memoria ejemplar, de hacer justicia a las víctimas del franquismo, de que todo el país condene la dictadura de Franco como un régimen criminal, como Alemania condenó el nazismo. Algo que, sostiene el hispanista estadounidense, aún no se ha hecho porque existe una minoría sustancial de la sociedad española para la que la palabra ‘República’ es sinónimo de incompetencia y desorden y el alzamiento militar fue un mal menor, justificado, para restablecer el orden público.
Con todo, estoy con Todorov en que hay que aspirar a una historia que escape del maniqueísmo; hay que crear una especie de relato común de nuestro pasado, con sus luces y sombras, en vez de perpetuar un estado de conflicto.
(Publicado en el diario HOY el 7 de enero de 2018)