Puericultores, canguros, profesores particulares, cocineros, limpiadores, prestamistas a fondo perdido, psicólogos, padres, a veces aún hijos y, sobre todo, abuelos. Todo eso y mucho más son nuestro mayores.
Mas desde arriba y desde abajo, desde las poltronas y desde las barras de los bares se les trata más como parásitos que como un activo que proteger, más como un lastre económico que como un amortiguador social, más como un problema que como una solución coyuntural en tiempos de vacas flacas, porque con sus magras pensiones han evitado caer al subsuelo a más de un hijo y nieto. Pensiones que no sacan de pobre a uno de cada tres jubilados españoles y que, no lo olvidemos, no son una limosna que caritativamente les da el Estado por los servicios prestados, sino un derecho constitucional que se han ganado a pulso y con sudor.
Sin embargo, directa o indirectamente, se les culpa de que Rajoy haya dejado tiritando la hucha de las pensiones y de la cacareada insostenibilidad de nuestra Seguridad Social, o se les utiliza de coartada para desmantelar el Estado de bienestar y privatizar sus pilares con una mano, mientras que con la otra se rescatan bancos y autopistas.
Pero si somos un país de viejos es porque el Gobierno, con la cooperación necesaria de las empresas, ha hecho poco o nada por retener a los jóvenes suficientemente preparados y evitar que emigren a otras tierras de promisión, al perpetrar una reforma laboral que permite sobrevivir más que vivir al que encuentra trabajo y que no le asegura la estabilidad necesaria para hacer planes a largo plazo y formar una familia. Si somos un país de viejos es porque el Gobierno y las empresas han hecho poco o nada por fomentar la natalidad, menos aún por favorecer la conciliación de la vida familiar y laboral y siguen penalizando la maternidad.
Con todo, estoy de acuerdo con el periodista Joaquín Estefanía, autor de los libros ‘Revoluciones’ y ‘Abuelo, ¿cómo habéis consentido esto?’: «Los jóvenes tienen muchos más motivos para salir a la calle que los jubilados», ya que «el único futuro que se les vislumbra es el de trabajar como camareros». Por eso, deberían manifestarse de la mano de sus abuelos. Porque estos protestan para exigir que se les garantice una vida digna hasta que el barquero se los lleve a la otra orilla, pero también a sus herederos.
Lo que nos jugamos todos no es solo el futuro de las pensiones. Como advierte Estefanía, «actualmente, estamos en un momento extraordinariamente reaccionario; están en peligro muchos de los derechos adquiridos en este tiempo, tantos políticos y económicos como civiles, de libertad de expresión, de reunión o de las minorías».
Decía el escritor, crítico de arte y pintor británico John Berger que «las manifestaciones son ensayos para la revolución». Nuestros abuelos, como hijos de la dictadura y padres de la democracia, ensayan una revolución que, si los capitanes Achab que gobiernan esta nave de los locos no enmiendan el rumbo, no les tocará hacer a ellos, sino a sus hijos y nietos.
(Publicado en el diario HOY el 18 de marzo de 2018)