Acudí a la salida con la ilusión de un niño en un día de feria y el reto de mejorar mi marca personal: 3.38 horas. Pero nada más arrancar, me sentí con el brío, la fuerza y, quizás, la inconsciencia del joven que ya no soy y me puse a seguir a la liebre que marcaba el ritmo para acabar la carrera en 3.30. La liebre era el gran Chema Mateos, que lleva 50 maratones en sus piernas y preside mi Club Maratón Badajoz.
Mantuve el ilusorio espíritu juvenil hasta el kilómetro 25 e incluso llegué a fantasear con la idea de que podría bajar de 3.30. Sin embargo, en el 26 empecé a descolgarme del grupo de Chema. No obstante, llegué al 30 cuando mi cronómetro marcaba las 2.30 horas de carrera, con lo que mantenía aún mis opciones de batir mi récord personal.
De esta guisa pasé por el kilómetro 35 y ya me dije que no había marcha atrás: tenía que finalizar aunque fuera arrastrándome. Y casi así fue, porque mi ritmo bajó aún más, hasta igualar el del tren extremeño, y más que zapatillas pareciera que llevara el andador de un anciano.
Hecho un viejo prematuro crucé la línea de meta con la sonrisa puesta, feliz por pasar la prueba de la vida de Filípides. Parafraseando a Zatopek, no podré caminar durante una semana, pero será el agotamiento más agradable que he conocido.
(Publicado en el diario HOY el 19 de marzo de 2018)