La polémica sentencia contra La Manada ha dejado patentes tres cosas. La primera, la necesidad de reformar el Código Penal para precisar mejor la diferencia entre abuso sexual y agresión sexual o violación, pues su actual redacción incumple el brocardo ‘in claris non fit interpretatio’ –en roman paladino: lo que está claro no necesita interpretación–. La segunda, que la judicatura no es ajena al machismo aún imperante, aunque menguante, en la sociedad española, como refleja el voto discrepante, pidiendo la absolución de los cinco acusados, de uno de los tres jueces de la Audiencia de Navarra que ha juzgado los hechos ocurridos la madrugada de San Fermín de 2016 en un portal de Pamplona. La tercera, que la ola morada que se encrespó con campañas como ‘#MeToo’ o ‘#NoesNo’ y con la huelga feminista del 8M no parará hasta acabar con la falocracia y conseguir una igualdad real entre hombres y mujeres.
Lo que más sorprende del caso de La Manada es el voto discrepante de uno de los tres jueces. Donde sus dos compañeros del tribunal, con unos vídeos grabados por los propios condenados como principal prueba, ven un abuso sexual, el magistrado Ricardo González vio sexo «en un ambiente de jolgorio».
No obstante, la sentencia considera hechos probados que, al encontrarse «rodeada por cinco varones, de edades muy superiores y fuerte complexión», la denunciante «se sintió impresionada y sin capacidad de reacción» y «sintió un intenso agobio y desasosiego, que le produjo estupor y le hizo adoptar una actitud de sometimiento y pasividad, determinándole a hacer lo que los procesados le decían que hiciera, manteniendo la mayor parte del tiempo los ojos cerrados».
Es decir, la sentencia da crédito a la versión de la víctima. Sin embargo, no considera que sufriera una agresión sexual (penada con hasta 15 años de prisión) sino un abuso sexual con prevalimiento (penado con hasta 10 años), porque los autores se aprovecharon de su situación de superioridad. En ambos delitos, no hay consentimiento de la víctima. La diferencia estriba en que la agresión exige el empleo de violencia (física) o intimidación y el abuso no. La intimidación requiere el anuncio a la víctima de un mal para amedrentarla, como amenazarla con una navaja.
La cuestión clave del fallo judicial es que los jueces aprecian que hubo prevalimiento pero no intimidación, al no haber una amenaza expresa de causar daño a la denunciante. O sea, una chica de 18 años que se vea acorralada por cinco gorilas en un «escenario de opresión», en palabras de la propia sentencia, no se siente intimidada porque no se ha resistido, a sabiendas de que hacerlo podría costarle una paliza o incluso la vida.
La diferencia entre prevalimiento e intimidación parece demasiado sutil e interpretable, así como la que se establece entre abuso y agresión sexuales en el Código Penal, lo que denota su sesgo machista.
Como dice Joaquim Bosch, magistrado y miembro de Jueces para la Democracia, los abusos sexuales que llegan habitualmente a los juzgados son los tocamientos y conductas similares, que «no parecen tener demasiado en común con penetraciones no consentidas». Deberíamos seguir el ejemplo de diversos países europeos donde, como recuerda Bosch, todas las formas de «acceso carnal no consentido» son consideradas violaciones, exista o no violencia o intimidación. Porque, como dice el diccionario de la Real Academia Española, violar es «tener acceso carnal con alguien en contra de su voluntad».
(Publicado en el diario HOY el 29 de abril de 2018)