Hace 23 años ya, cuando aún cursaba la carrera, mi profesora de Redacción Periodística nos encomendó una entrevista de personalidad. Yo entrevisté a Marcelino Camacho, por entonces presidente de Comisiones Obreras, cargo que ocupó hasta 1996 desde que cedió a Antonio Gutiérrez la secretaría general en 1987.
Marcelino me citó en su despacho de la sede de Comisiones, pero no habíamos conversado ni media hora cuando se excusó porque se tenía que marchar. A mí me quedaban muchas preguntas en el tintero, así que le rogué retomar la charla en otro momento. Él entonces se apiadó de mí, un pobre aprendiz de plumilla, y me invitó a continuar otra tarde en su casa del barrio madrileño de Puerta Bonita, en el distrito de Carabanchel. Allí, en un modesto piso de apenas sesenta metros cuadrados, el tercero derecha del número 25 de la calle Manuel Lamela, hablé con él de lo humano y lo divino durante dos horas largas alrededor de un mesa con hule y agarrado a un botellín de cerveza al que me convidó su sempiterna compañera, Josefina Samper. En ese ya histórico lugar la pareja vivió casi cincuenta años, hasta que, al carecer de ascensor, se tuvo que mudar a Majadahonda junto a su hija Yenia, pues Marcelino ya no tenía fuerzas para subir más escaleras. Poco después, el 29 de octubre de 2010, moriría.
Josefina le sobreviviría ocho años, hasta hace escasos tres meses, cuando falleció sin poder ver la placa con el nombre de su camarada de vida en la calle que la alcaldesa de Madrid y amiga, Manuela Carmena, le puso el pasado 11 de mayo, un «ejercicio de decencia» y memoria histórica con quien fuera, ante todo, «un luchador y un hombre bueno». Por ese paseo de Carabanchel, hasta ese día dedicado al general franquista Agustín Muñoz Grandes, Josefina caminaba hasta la cárcel para visitar a su marido. Lo hacía «con las manos marcadas por el peso de las bolsas que llevaba a los presos políticos», como recuerda su hijo Marcel.
Marcelino y Josefina son de esas personas que Bertolt Brecht consideraba imprescindibles porque luchan toda la vida. Son de esas personas que viven de acuerdo con sus ideas hasta la tumba, que hacen lo que dicen y dicen lo que hacen. En definitiva, coherentes.
Ay, cuán diferentes han demostrado ser Pablo Iglesias e Irene Montero para decepción de propios, como ‘Kichi’, alcalde de Cádiz. En vez de mirarse en el espejo de Marcelino y Josefina, han optado por hacerlo en el de Juan Domingo y Evita Perón, como Daniel Ortega y Rosario Murillo.
En defensa de sus jefes, el secretario de Organización de Podemos, el otrora crítico Pablo Echenique, ha tachado de reaccionarios a quienes sostienen que «es incoherente tener un buen sueldo y una buena casa y querer al mismo tiempo un país mejor en el que nadie lo pase mal». Tiene razón, eso no es incoherente, pero sí lo es, como hizo Iglesias, reprobar que otros, como Luis de Guindos, hicieran lo que tú has terminado por hacer. Y también lo es alardear de vivir en un barrio popular como Vallecas y criticar a los políticos que se «aíslan» y «que viven en chalés» y comprarte después un casoplón en la sierra madrileña. Es lo que tiene haber hipotecado tu palabra con cinco millones de «personas obreras» que te van a pedir cuentas en la próxima cita con las urnas.
Por eso, lo del chalé de Iglesias y Montero no es una mera anécdota; es un síntoma de la domesticación de esa izquierda que, al calor del 15M, dijo que venía a acabar con la casta y ha acabado convirtiéndose en casta. Una izquierda que ha traicionado el lema de Marcelino: «Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar».
(Publicado en el diario HOY el 20 de mayo de 2018)