Como era de temer, la última cumbre comunitaria celebrada en Bruselas dejó patente que Europa adolece de una preocupante falta de solidaridad que amenaza con convertir el sueño de una Unión democrática en una pesadilla neofascista que nos retrotraiga a malos tiempos que creíamos superados. Mientras el cementerio del Mediterráneo se tragaba un centenar de vidas, incluidas las de tres bebés, frente a las costas de Libia, los líderes europeos acordaron que no están de acuerdo sobre la manera de afrontar la presión migratoria y se limitaron a suscribir una declaración de intenciones de aplicación voluntaria. Es decir, cada Estado miembro hará lo que le dé la gana.
Se salieron así con la suya los camisas pardas que gobiernan en Austria, Polonia, Hungría, República Checa o Italia y los socios socialcristianos bávaros de la canciller alemana Angela Merkel, pero también los «maestros del odio», como los llama el politólogo francés de origen argelino Sami Naïr, que cuentan con una creciente base electoral en Francia, Holanda o los países nórdicos. Todos ellos claman más mano dura con los extranjeros y cerrar a cal y canto las fronteras exteriores europeas; en definitiva, bunkerizar el viejo y achacoso continente, transformándolo en una suerte de edén al que solo tendrán acceso los afortunados que no hayan cometido el pecado original de nacer en tierras de penumbra donde vivir es una utopía. Nada más que se abrirán las puertas de este paraíso a unos pocos de esos condenados y desheredados de la tierra, si lo tienen a bien los San Pedros europeos. Tendrán preferencia las víctimas de la guerra sobre las víctimas del hambre, aunque todas sean víctimas de la muerte.
La separación del polvo de la paja, de los denominados migrantes económicos irregulares (sin papales) de los potenciales refugiados que proceden de países en conflicto, se hará en lo que la neolengua bruselense ha bautizado como «centros controlados» interiores y «plataformas de desembarco regionales». Los primeros se ubicarán dentro de la UE, en los Estados miembros que acepten albergarlos, y acogerán a los migrantes rescatados del mar en aguas europeas: los sin papeles serán repatriados y los refugiados reubicados en los países europeos que quieran asumirlos. Las segundas se instalarán en el norte de África. Allí se llevarán a los salvados en aguas internacionales. No serán si no diques de contención o campos de concentración para disuadir a los desesperados dispuestos a jugarse la vida o a venderla a Carontes sin escrúpulos para cruzar la laguna Estigia mediterránea.
Las oenegés recelan de estas plataformas; temen que sean limbos legales, Guantánamos donde los derechos humanos estén en cuarentena, basureros donde amontonar la «carne humana» de la que no se quieren hacer cargo el xenófobo ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, y los de su ralea. En definitiva, serán enormes jaulas sin rejas como las usadas por Trump para encerrar a los hijos de ‘ilegales’ que separan de sus padres en la frontera. Todo esto recuerda demasiado al mundo distópico descrito por la película ‘Elysium’.
El filósofo liberal Chandran Kukathas alerta de que si el precio de la justicia social de las sociedades socialdemócratas es la exclusión de los más desfavorecidos de los países que ofrecen las mejores oportunidades, esto no habla muy bien de su justicia social. Y el pensador alemán Hans Magnus Enzensberger advierte: «Cuanto más intensamente se defiende y cuanto más se amuralla una civilización frente a una amenaza exterior, menor será lo que finalmente quede por defender».
(Publicado en el diario HOY el 2 de julio de 2018)