De Venezuela a Rusia
Pablo Iglesias ha sorprendido esta semana a propios y extraños al cantar la palinodia y renegar de su pasado chavista, llegando a reconocer que la situación política y económica de Venezuela es «nefasta». Tirios ven en este gesto un signo de madurez política. Troyanos, en cambio, lo identifican como una estratagema electoralista para recuperar y retener a los votantes de Podemos más moderados –en su mayoría, socialistas desencantados– y frenar la sangría de sufragios que le auguran las encuestas en un momento de repliegue de la extrema izquierda y avance de la extrema derecha aquende y allende el Altlántico, incluida España.
En momentos claroscuros como los que vivimos, la sociedad se mueve de forma pendular: de extremo a extremo, de la acción a la reacción hasta que logra la síntesis. Ocurrió en los años veinte y treinta del pasado siglo y ocurre ahora. Entonces la síntesis –el Estado del bienestar europeo y el capitalismo democrático estadounidense– llegó tras la Segunda Guerra Mundial, es decir, mediante lo que el economista Joseph Schumpeter llamaría un acto de destrucción creativa.
El Estado del bienestar y el capitalismo democrático son hijos del matrimonio de conveniencia entre el capitalismo y la democracia. Sin embargo, la relación entre el capitalismo y la democracia siempre ha sido tensa. Así, cada vez que la economía capitalista entra en crisis, la democracia también entra crisis, porque aumenta la desafección política y la insatisfacción de los ciudadanos con el sistema democrático al no traer el esperado bienestar para todos. De resultas, crece el número de personas que están dispuestas a sacrificar derechos y libertades y a restringir la democracia a cambio de prosperidad económica. Y estas personas son las que se abren de brazos y de orejas a los cantos de sirena de los partidos extremistas o populistas que proponen alternativas de milagrero a la economía de mercado y la democracia liberal.
En el periodo de entreguerras, los sueños de la razón comunista y de la sinrazón fascista crearon monstruos totalitarios que utilizaban la represión para instigar a la obediencia. Hicieron realidad así la pesadilla de George Orwell. Sin embargo, los populismos de izquierda y derecha actuales utilizan más la sugestión y la seducción para imponer regímenes híbridos –‘democraduras’, ‘democracias diabéticas’ o ‘democracias iliberales’– que se acercan más al distópico mundo feliz de Aldous Huxley. Este advirtió que «una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento (pan y circo), los esclavos amarían su servidumbre».
La Venezuela de Hugo Chávez era el paradigma de la ‘dictadura perfecta’ de extrema izquierda, pero ha sido desenmascarada porque Nicolás Maduro ya no guarda ni las formas democráticas y su desastrosa gestión económica ha hecho el resto al disparar el descontento popular con el régimen bolivariano. Por ende, ni Iglesias tiene argumentos ya para defenderla.
Por su parte, la Rusia de Vladímir Putin es el paradigma de la ‘dictadura perfecta’ de extrema derecha. No en vano la alargada sombra del zar ruso no solo se proyecta sobre la campaña electoral de Donald Trump sino también sobre la Agrupación Nacional francesa de Marine Le Pen y otras formaciones ultras afines europeas. ¿Será Santiago Abascal el Putin español?
(Publicado en el diario HOY el 16 de diciembre de 2018)