Extremadura arrancó el año con una imagen para la historia nacional de la infamia: la de un ferrocarril de otro siglo varado con 163 pasajeros a bordo en mitad de la nada, en una noche fría de invierno y sin luz ni calefacción. Una estampa decimonónica más propia de países subdesarrollados, pero que ocurrió en un rincón olvidado de la cuarta economía de la zona euro. Y no es la primera vez. Incidencias ferroviarias de ese tipo se han convertido en algo habitual para indignación de unos extremeños que ya nos hemos cansado de ser el vagón de tercera de España. Porque esa nefanda fotografía es la perfecta metáfora de lo que es nuestra región: un lugar en ninguna parte, desenganchado del tren del progreso y que llega con retraso al futuro.
No es de extrañar, por tanto, que Extremadura no deje de perder habitantes, de desangrarse por la venas abiertas de la emigración, que siga siendo la comunidad autónoma con más paro y que forme parte de ‘La España vacía’ que da título a un magnífico libro de Sergio del Molino, ese desierto interior ignorado por la España llena. Una España urbanita y joven que mira desdeñosa y hasta con aporofobia a esa vasta, despoblada, rural y envejecida extensión del país que, amén de Extremadura, ocupa las dos Castillas, Aragón y La Rioja y que agoniza por desatención del Estado, convirtiéndose en presa fácil de neocaciques con densas redes clientelares y nepotistas que mendigan a Bruselas y Madrid ayudas e inversiones más faraónicas que útiles que les sirven para mantener su cadena de favores y, por ende, el mando en plaza. A cambio, estos barones, por la sobrerrepresentación que tienen las provincias menos pobladas en el sistema electoral español, garantizan votos a los partidos mayoritarios que los sostienen y que se turnan en la Moncloa.
Sin embargo, ese sistema neocaciquil, aunque da de comer a muchas familias, también indigna a muchas otras que son receptivas a los cantos de sirena de vendedores de crecepelos, cirujanos de hierro o Santiagos Matamoros. Son gente que mira con nostalgia a un pasado mitificado, que intentan revivir manteniendo tradiciones que, como dice Del Molino, no son más que «una mentira compartida como si fuera una verdad y transmitida con modales religiosos, como tan bien sabía el carlismo». Y sabe el nacionalismo, sea español, vasco o catalán, al que nunca le han gustado las grandes ciudades porque «su complejidad es incompatible con cualquier proyecto de homogeneización comunitaria», como recalca Del Molino, quien recuerda que Hitler odiaba Berlín y amaba Baviera y Franco empezó su cruzada en el campo castellano.
De la España vacía, el resto del país, devorador de sus hijos, solo se acuerda durante el recuento electoral y de vacaciones. De resultas, lo apuesta todo por el turismo y proyectos fantásticos como ‘Elysium city’, una suerte de Las Vegas en el corazón de La Siberia extremeña. La España vacía amenaza así con convertirse en un gran parque temático como el que describe Michel Houellebecq en ‘El mapa y el territorio’. En esta novela, resume Del Molino, el escritor francés dibuja una distopía en la que la vieja Europa, desindustrializada y en medio de una decadencia económica imparable, se entrega al turismo como única posibilidad de supervivencia y se convierte en un parque de pasados idealizados donde los nuevos amos chinos y rusos vacacionan y la prostitución, la gastronomía y las drogas son los sectores dominantes. La realidad va camino de superar a la ficción.