El 20 de marzo se celebró el Día Internacional de la Felicidad. Todos la buscamos, pero ser felices se ha convertido en un imperativo categórico en nuestra sociedad de consumo, en «una obsesión», «un regalo envenenado» al servicio del sistema económico neoliberal actual, como diagnostican la socióloga israelí Eva Illouz y el psicólogo español Edgar Cabanas en su ensayo ‘Happycracia’.
En esta tiranía de la felicidad quien no es feliz es porque no quiere o no sabe. Ese es el dogma, la verdad revelada por las biblias de autoayuda que nos venden que la felicidad depende de nosotros mismos, las circunstancias no importan. La clase, el nivel de ingresos o educativo, el género, la cultura no importan.
Así, como recalca Cabanas en ‘La Vanguardia’, se propone una felicidad que genera ciudadanos individualistas, que entienden que no le deben nada a nadie, que lo que tienen se lo merecen, que sus éxitos y fracasos no dependen de cuestiones sociales, sino de él y la correcta gestión de sus emociones, pensamientos y actitudes.
La felicidad así entendida es, según Cabanas, «una meta en constante movimiento, nos hace correr detrás de forma obsesiva», maximizar nuestro tiempo de ocio, hasta confundirse con el de negocio, aprovechar para hacer todo lo posible, lo que, paradójicamente, aumenta la ansiedad y la depresión. Es lo que el profesor de la Universidad Camilo José Cela llama «vigorexia emocional», que, en vez de generar seres satisfechos y completos, genera «happycondriacos».
Esta búsqueda individualista y narcisista de la felicidad está al servicio del neoliberalismo porque propone soluciones individuales a los problemas estructurales. Si un trabajador se siente estresado o quemado la culpa es suya, no la tiene su precaria y muy competitiva situación laboral. No se pueden cambiar las circunstancias, debes cambiarte a ti mismo para triunfar y ser feliz. De esta forma, se desactiva el cambio social y cualquier conato de revolución. «Es la pérfida lógica del neoliberalismo», como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, «ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose» y «se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede».
Cabanas concluye que «hoy declarar que no eres feliz es vergonzoso, como si hubiéramos perdido el tiempo, hubiéramos hecho algo mal, podríamos hacer algo y no lo hacemos, somos personas negativas». En nuestro mundo de prisas está mal visto disfrutar del ocio en su sentido etimológico: no hacer nada. El ocio ha devenido su antónimo: negocio (el no ocio).
Byung-Chul Han advierte que necesitamos un tiempo propio que el sistema productivo no nos deja, «un tiempo de fiesta», que significa estar parados, sin nada productivo que hacer.
Por eso, reivindico la pereza -esa que Paul Lafargue, el yerno de Marx, consideraba un derecho- y la ociosidad -esa a la que elogiaba el filósofo Bertrand Russell-, pero sobre todo reivindico la tristeza, necesaria para valorar en su justa medida la felicidad, preciosa como un diamante porque escasea, esa tristeza a la que cantó el poeta francés Paul Éluard en este hermoso poema: «Adiós tristeza / Buenos días tristeza / Estás inscrita en las líneas del techo / Estás inscrita en los ojos que amo / Tú no eres exactamente la miseria / pues los labios más pobres te denuncian / por una sonrisa / Buenos días tristeza / Amor de los cuerpos amables / poder del amor / cuya amabilidad surge / como un monstruo sin cuerpo / Cabeza decepcionada / tristeza bello rostro».
(Publicado en el diario HOY el 24 de marzo de 2019)