Notre Dame es mucho más que una catedral, «es un emblema de la construcción europea, de la razón», como subraya José Enrique Ruiz-Domènech, autor de ‘Europa. Las claves de su historia’. Por eso, su incendio se me antoja la perfecta metáfora del ígneo momento que atraviesa el Viejo Continente, que arde en la hoguera de las vanidades encendida por falsos profetas que escupen fuego.
Creíamos que Notre Dame era eterna. Su siniestro nos ha revelado la vulnerabilidad de las obras humanas, materiales e inmateriales. Como señala el editorial publicado por este diario el miércoles, titulado ‘La catedral de todos’, «lo ocurrido se convierte en una llamada de atención para que ninguna sociedad acabe lamentando la pérdida de ninguna referencia de su historia monumental por negligencia».
Por poética casualidad, Notre Dame se quemó al día siguiente de las elecciones en Finlandia, un país modélico que presidirá la Unión Europea el próximo semestre. Ganó el Partido Socialdemócrata (SDP), pero su victoria fue pírrica, menos amplia de lo esperado: sacó solo un escaño más que el ultraderechista y antieuropeísta Verdaderos Finlandeses (VF). Nadie logró mayoría absoluta y solo una alianza de al menos cuatro fuerzas garantizará al SDP los apoyos suficientes para gobernar. El gran derrotado es el gobernante Centro, castigado por unos electores hartos de apretarse el cinturón, y que, junto a los conservadores de Coalición Nacional, tuvo como socio de gobierno a VF entre 2015 y 2017.
Lo ocurrido en Finlandia es un aviso para navegantes en vísperas del 28-A y el 26-M y el penúltimo capítulo de la historia universal de la infamia, que, prologada por los suicidas promotores del ‘brexit, reescriben, con la resentida tinta de los perdedores de la globalización, incendiarios abanderados del odio que amenazan con derrumbar dos monumentos políticos capitales que parecían consolidados: la democracia y la UE.
Los nacionalpopulismos han propagado como la peste el concepto de lo político de Carl Schmitt, basado en la distinción entre amigo y enemigo. Para este jurista nazi, la identificación del enemigo es consustancial a la política y, por ende, es inevitable pretender destruirlo. Por electoralismo, todos los partidos, en mayor o menor grado, se han contagiado de este concepto belicista, avivando negligentemente un fuego que pone en serio riesgo la democracia, así como el sueño proléptico de una Europa sin fronteras que tuvo Stefan Zweig.
El clarividente escritor austríaco sostenía que «todo es posible cuando la humanidad crea comunidad, pero nunca cuando está fragmentada por lenguajes y por naciones que no se entienden entre sí y no quieren entenderse». Mas fue testigo del ascenso de Hitler, esto es, «de la más terrible derrota de la razón y el más salvaje triunfo de la brutalidad». Desesperanzado, se suicidó con su esposa en 1942 en su exilio brasileño y dejó escrita una carta en la que deseaba que llegara «el amanecer después de esa larga noche».
El amanecer comenzó con la liberación de París, en agosto de 1944, y Notre Dame fue el lugar sacro elegido para celebrar una misa en honor de tal vez el hito más relevante de la historia contemporánea de Francia y, por extensión, de Europa. Si algo nos enseña su incendio, es que nada puede darse por sentado. Todo lo que hoy disfrutamos puede arder y desmoronarse mañana con igual celeridad que en 1914 y 1939. Como recalca Paolo Flores d’Arcais, «la democracia es antes que nada y siempre lucha por la democracia». Tengámoslo en cuenta al votar; no seamos negligentes o lo lamentaremos.
(Publicado en el diario HOY el 21 de abril de 2019)